martes, 19 de abril de 2011

Vota por una Nueva Adaptación

Las participantes son:

1. Un corazón inalcanzable

Resumen :

Edward Cullen, conde de Cazlevara, ha vuelto a Italia para buscar una
mujer tradicional. Y Isabella Swan, una chica de su pueblo, leal y discreta,
es perfecta para él.
Isabella se asombra cuando su amor de la adolescencia le propone
matrimonio… a ella, el patito feo. Bja, desgarbada y más bien torpe,
Isabella se había resignado estoicamente a seguir soltera.
Pero Edward es persuasivo… y muy apasionado. Le propone matrimonio
como si fuera un acuerdo de negocios, pero pronto despierta en Bella un
poderoso y profundo deseo que sólo él puede saciar…

2. Amor en Brasil

Resumen:

Las cicatrices son el único recuerdo que Edward Cullen tiene de
la vida que llevaba en Brasil. Siempre esquivo con la prensa, ha
elegido vivir solo. Pero, entonces, ¿cómo se le ha ocurrido
contratar a un ama de llaves? ¡Pues porque nunca ha podido
resistirse a una belleza de aire desvalido!
Isabella Swan se queda fascinada con su jefe y se deja
llevar con agrado hasta su cama, pero Edward tiene secretos…

3.Ciegos al amor:

Resumen:

Cuando pueda verla, ¿seguirá deseándola?

El multimillonario Edward Cullen había perdido la vista al rescatar a una niña de un coche en llamas y la única persona que lo trataba sin compasión alguna era la mujer con la que había disfrutado de una noche de pasión. ¡Pero se quedó embarazada!

Y eso provocó la única reacción que Isabella no esperaba: una proposición de matrimonio. Él no se creía enamorado, pero Bella sabía que ella sí lo estaba. Y cuando Edward recuperó la vista, Bella pensó que cambiaría a su diminuta esposa por una de las altas e impresionantes rubias con las que solía salir…


Capítulo 8


Capítulo 8

Los personajes pertenecen a S.M y la historia es de Lynne Graham

AL DÍA siguiente, Bella tampoco tuvo ga­nas de desayunar. Tenía náuseas y no era la primera vez que le ocurría en los últimos días. ¿Tendría algún virus? Lo cierto era que no se sentía enferma sino, más bien, como si algo no fuera bien.

De repente, se dio cuenta de que su cuerpo se estaba comportando de manera extraña. Calculó rápidamente con los dedos y se dio cuenta de que se le había retrasado el periodo. Volvió a contar, pero lo cierto era que nunca había controlado los ciclos y así era imposible tener las fechas claras.

Se dijo que se estaba equivocando, pero enton­ces se dio cuenta de que nunca había tomado medi­das para no quedarse embarazada. Edward tampoco.

Jamás se le había ocurrido que pudiera concebir un hijo. ¿A Edward tampoco se le había ocurrido? ¿Ha­bría asumido que estaba ella tomando la píldora?

No pasaba nada. En el último mes se había acostado con él sólo una vez. Las posibilidades de haberse quedado embarazada eran mínimas. Ade­más, había leído en el periódico que la tasa de fer­tilidad iba en descenso.

Decidió que el estrés había alterado su ciclo menstrual y que esa misma alteración estaba ha­ciendo que todo su sistema se alterara y ella se sin­tiera mal.

Esperaría unos días y, si seguía sintiéndose mal, se haría una prueba de embarazo. Mientras tanto, decidió no volver a pensar en ese tema pues no quería volverse loca por algo que no era probable que sucediera.

Humberto le llevó el teléfono. Era Edward.

-Quería haberte llamado ayer por la noche, pero la reunión terminó muy tarde -le dijo su marido.

Bella se enfureció consigo misma por ale­grarse de oír su voz.

-No pasa nada. No esperaba que me llamaras.

-Esta noche tenemos una fiesta.

-Vaya, así que, me sacas una noche por ahí por haberme portado bien, ¿eh? -se burló Bella.

-Algo así, pero prefiero que te portes mal -con­testó Edward-. Te advierto que no me gustan mucho las fiestas.

Mientras se vestía aquella noche, Bella espe­raba con la respiración entrecortada que se abriera la puerta que comunicaba sus dos habitaciones.

Se había puesto un vestido verde con los hom­bros al descubierto que acentuaba la perfecta pali­dez de su piel.

La puerta nunca se abrió, así que bajó las esca­leras y se encontró con Edward en el vestíbulo.

-Estás muy bien -le dijo mirándola de arriba abajo con interés.

Bella se sonrojó.

-No hace falta que parezca que estás sorpren­dido.

-Se me había pasado por la cabeza que ibas a intentar ganar puntos poniéndote algo totalmente inapropiado -admitió Edward.

-Nunca haría algo tan infantil -contestó Bella-. Por cierto, me he vuelto a poner la alianza -ca­rraspeó.

-¿Por qué no? Te lo has ganado -se burló Edward.

Bella se sonrojó como si la hubiera abofeteado.

-¡Cuando me hablas así, te odio!

Edward se rió.

-Es tradición en mi familia que el odio prolifere entre las parejas casadas.

-Tu madre se enamoró de otro hombre, pero eso no quiere decir que odiara a tu padre.

-¿Ah, no? Ya estaba enamorada de ese hombre cuando se casó con mi padre. El amor de mi padre se tornó odio cuando se dio cuenta de la verdad.

-Entonces, ¿por qué diablos se casó con él?

-Por el dinero -contestó Edward guiándola a la li­musina que los estaba esperando-. Mi abuela fue igual de ambiciosa, pero tenía más principios. Ella le dio a mi abuelo, Clemente, un hijo y luego le dijo que había cumplido con su deber. Aunque siguieron viviendo juntos hasta que murieron, no volvieron a hacer vida marital.

-Desde luego, parece que tu madre hizo mal al ca­sarse con tu padre, pero tal vez hubiera presiones que tú no conoces o puede que ella creyera que estaba haciendo lo correcto y se convenciera de que algún día llegaría a amar a tu padre -dijo Bella intentando que Edward fuera menos duro con los errores de los demás.

-Esa posibilidad nunca se me había ocurrido -contestó él con sequedad—. ¿Y tú crees, entonces, que me tuvo con la esperanza de aprender a que­rerme también?

Bella se dio cuenta de que estaba poniendo su teoría en ridículo.

-Lo único que te estoy diciendo es que en un matrimonio infeliz siempre hay dos versiones que escuchar y que, además, podría haber habido cir­cunstancias que desconoces... sólo estaba inten­tando animarte.

-No necesito que me animes -contestó Edward con acidez-. Ni siquiera me acuerdo de mi madre. Murió antes de que yo cumpliera cuatro años.

-¿Cómo?

Edward se encogió de hombros.

—Se ahogó.

-Siento mucho que no tuvieras oportunidad de conocerla. Supongo que pensarás que soy una sen­timental, pero si supieras lo que daría por poder hablar con mi madre durante sólo cinco minutos... daría lo que fuera...

-Si no eres capaz de sufrir en silencio -la inte­rrumpió Edward-, prefiero ir a la fiesta solo.

-Creo que eso sería lo mejor -contestó Bella con un nudo en la garganta-. Me parece que no quiero pasar ni un minuto más en compañía de una persona tan fría como tú.

-Ya casi hemos llegado al aeropuerto, así que cálmate. Eres demasiado emocional.

-No como tú, ¿verdad? -le espetó Bella-. Para que lo sepas, yo no me avergüenzo de mis senti­mientos.

-Yo no te estoy diciendo que te avergüences, sólo te estoy pidiendo que los controles -insistió Edward.

-Quería mucho a mis padres y los echo mucho de menos. Me enseñaron a pensar lo mejor de la gente y, aunque pronto aprendí que el mundo no es el mejor sitio...

-¿Quién te enseñó eso?

-Mandy, la prima de mi padre. En cuanto se en­teró de que nuestros padres habían muerto, tomó la iniciativa. Convenció a los servicios sociales de que era la persona perfecta para hacerse cargo de nosotras. Yo era muy pequeña y me daba mucho miedo que me separaran de mi hermana. Así que nos fuimos a vivir con Mandy a una casa alquilada muy grande -recordó Bella.

-¿Y?

-Mandy y su novio nos quitaron todo el dinero que pudieron. Se gastaron el dinero que tenían mis padres, que no era mucho, pero hubiera sido sufi­ciente para que Emma y yo hubiéramos vivido unos cuantos años sin preocupaciones. Cuando se acabó, simplemente se fue y nunca volvió.

-Supongo que llamarías a la policía. Eso es un delito.

-El dinero había desaparecido y eso ya nadie lo iba a cambiar. Además, tenía cosas más importantes de las que preocuparme... como encontrar una casa más barata y ocuparme de mi hermana -se de­fendió Bella.

En un inesperado gesto de solidaridad, Edward la agarró de la mano.

-Confiaste en Mandy porque era de tu familia. Supongo que su traición fue espantosa.

-Sí... -contestó Bella dándose cuenta de que tenía unas horribles ganas de llorar.

-Cuando tenía amnesia, no tuve más opción que confiar en ti -murmuró Edward-. Creía que eras mi esposa...

Bella se soltó de su mano con violencia.

-No hace falta que digas más... he entendido el mensaje. Yo lo único que hice fue intentar actuar como si fuera tu esposa. No me acosté contigo por ningún otro motivo ni tengo intención de enrique­cerme con nuestro matrimonio.

-Sólo el tiempo demostrará si eso es verdad.

-¿Qué te pasa? ¿Tienes algún problema? Eres un hombre increíblemente guapo, pero parece que te cuesta aceptar que las mujeres te quieran por ti mismo -le espetó Bella.

-Tampoco tengo mal cuerpo -bromeó Edward.

De repente, Bella explotó.

-Ésa es una de las cosas que no puedo soportar de ti. Siempre tienes que decir la última palabra. Estás tan convencido de que tú nunca te equivocas que me echas a mí la culpa de todo. ¡ Si el cielo se cayera ahora mismo sobre nosotros, dirías que ha sido culpa mía!

-Bueno, ahora que lo dices, gritar provoca ava­lanchas.

Bella tomó aire para intentar controlarse y en ese momento el chofer abrió la puerta.

-¡Te odio! -le dijo Bella mientras se sentaba en el helicóptero.

Edward se inclinó sobre ella y la besó.

-Sólo estaremos media hora en la fiesta.

Bella estaba alterada y asustada por la intensidad de sus emociones. Miró en su interior y entendió por qué se había peleado con él, por qué intentaba mantener las distancias. Edward tenía un increíble poder sobre ella, podría hacerle daño y, aun así, ella seguía amándolo.

-Edward...

-Te deseo con todo mi cuerpo. En Londres, apenas dormía, pero ahora vuelves a ser mía y seguirás siéndolo hasta que yo lo decida.

El helicóptero aterrizó en un impresionante yate; cuyos dueños les dieron la bienvenida como si fue­ran príncipes.

A pesar de que había mucha gente, Bella sólo tenía ojos para Edward, pero él se tuvo que ausentar cuando su anfitrión insistió en que quería presen­tarle a un viejo amigo.

A su vez, la anfitriona le presentó a Bella a un sinfín de invitados. Los colores de los vestidos y los brillos de las joyas le nublaban la visión, así que parpadeó, pero el vaivén del barco la estaba mareando.

Bella se giró buscando un sitio donde sentarse, pero ya era demasiado tarde. Cuando recobró la consciencia, Edward estaba a su lado.

-Tranquila, cara. Nos vamos a casa —le dijo to­mándola en brazos y despidiéndose de los preocu­pados anfitriones-. Nunca había visto una actua­ción tan buena -añadió una vez a solas.

Bella se dio cuenta de que Edward creía sincera­mente que lo había fingido todo porque él quería irse pronto de la fiesta.

El movimiento del helicóptero no hizo sino acrecentar sus náuseas y no le apetecía hablar. Ya tenía suficiente con preguntarse a sí misma por qué se había desmayado. Jamás se había desmayado antes, pero recordó que su amiga Victoria le había di­cho que aquello era normal durante los primeros meses de embarazo.

Al llegar a casa, Edward se apresuró a ayudarla a bajar del helicóptero.

-Ha sido un desmayo buenísimo -sonrió con sensualidad-. Incluso yo me lo he creído al princi­pio.

-No lo he fingido -contestó Bella apoyándose en él porque las piernas no la sostenían-. Me he ma­reado porque no estoy acostumbrada a los barcos.

-Pero si sólo has estado un cuarto de hora -dijo Edward sorprendido.

Una hora después, Bella estaba acostada y Edward la estudiaba con atención desde los pies de la cama.

-Ahora ya me encuentro mucho mejor, me gus­taría levantarme -dijo Bella.

-La gente sana no se desmaya -contestó Edward-. En cuanto la doctora diga que estás bien, podrás levantarte.

-¿Qué doctora?

En ese momento llamaron a la puerta.

-Supongo que será ella. La llamé desde la limu­sina para decirle que viniera a casa.

-No quiero un médico -dijo Bella presa del pánico-. ¡No necesito a ningún médico!

-Eso lo decido yo.

-¿Y a ti qué más te da?

-Soy tu marido y soy responsable de tu bienes­tar aunque tú no me lo agradezcas.

Bella se sintió culpable y no dijo nada más mientras Edward abría la puerta y aparecía una mujer mayor de pelo cano.

-Me gustaría estar a solas con la doctora -anun­ció Bella al ver que Edward no se iba.

Contestó a las preguntas de la doctora con sin­ceridad y dejó que la examinara.

-Creo que usted ya sospecha lo que le ocurre -sonrió la mujer al cabo un rato-. Está usted em­barazada.

Bella palideció al pensar en el horror que aque­lla noticia iba a provocar en Edward.

-¿Está segura?

La doctora asintió.

-Prefiero no decírselo todavía a mi marido -le confesó Bella.

Su cuerpo la había sorprendido. Iba a tener un hijo con Edward. Quizás, fuera un niño de pelo cobrizo y sonrisa irresistible o una niña que tuviera sus preciosos ojos verdes y la creencia de que era la dueña del mundo.

Sí, iba a tener un hijo con Edward y estaba conven­cida de que él la iba a odiar por ello. De hecho, cuando entró en la habitación, Bella no pudo mi­rarlo a los ojos e intentó levantarse de la cama.

-¿Qué haces? -le preguntó.

-Ya estoy mejor y me voy a vestir.

Edward le cerró el paso y la obligó a volver a la cama.

-No, la doctora ha dicho que tienes que comer y que dormir mucho y me voy a asegurar de que si­gas sus consejos.

-La benevolencia no te queda bien -le espetó Bella mientras Edward vigilaba que se tomara la de­liciosa comida que le habían llevado en una ban­deja con flores.

Edward sonrió de una manera que hizo que a Bella le diera un vuelco el corazón.

-Lo hago por mí.

-¿De verdad?

-Vas a tener que estar al cien por cien para cum­plir con mis expectativas. He decidido tomarme unas vacaciones...

-Tú nunca te tomas vacaciones.

—Contigo, una cama y un ordenador puedo to­mármelas.

Bella se sonrojó de pies a cabeza.

-Estoy decidido a olvidarme de ti o a morir en el intento, cara -murmuró Edward con voz ronca.

-¿Y luego qué?

-Luego, te llevaré a Inglaterra y volveré a llevar la vida que llevaba antes, libre y fácil, la vida de un soltero.

Bella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar el dolor.

-¿Y a qué esperas? ¿Por qué no lo haces ya?

-De momento, me lo sigo pasando bien contigo. Eres diferente a las mujeres con las que solía salir.

-¿Hay cabida para cómo me siento yo en todo esto?

-Tú te sientes maravillosamente bien porque yo te hago sentir así y lo sabes -le recordó Edward con crueldad y muy seguro de sus dotes amatorias.

Bella se dejó caer sobre las almohadas y cerró los ojos.

Se dijo que lo mejor era dejarse llevar. Tal vez, Edward nunca se enterara de que había tenido un hijo. ¿Debía decírselo? Lo más seguro era que no se volvieran a ver y ella quería a ese hijo y podía darle mucho amor. Estaba dispuesta a trabajar todo lo que fuera necesario para darle un buen hogar.

¿Cómo podía ser tan cobarde como para no de­cirle inmediatamente a Edward que estaba embara­zada?

-Te dije que no quería nada -susurró Bella en cuanto el vendedor se apartó un poco-. ¿Qué esta­mos haciendo aquí?

-No tienes joyas -contestó Edward-, así que te voy a comprar unas cuantas.

-No es muy inteligente por tu parte -dijo Bella intentando aparentar naturalidad-. Podría salirte mal.

-Ya me ha salido mal. Lo cierto es que cual­quier cazafortunas que se precie no dejaría pasar una oportunidad tan buena como ésta.

Bella lo miró sorprendida y Edward la tomó de la cintura para que no se apartara.

-Por si no te has dado cuenta, acabo de admitir que me equivoqué contigo hace cuatro años -con­fesó-. Ahora comprendo que no te casaste con­migo por dinero.

-¿Lo dices en serio?

-Completamente -contestó Edward indicándole que se sentara en, el elegante taburete que había junto al mostrador-. Hay hombres patéticos que piden perdón con flores.

-¿Ah, sí? -contestó Bella confusa.

Le costaba pensar con claridad pues se encon­traba aliviada y feliz.

-Y hay hombres que jamás piden perdón y que son capaces de comprarte brillantes con tal de ha­certe creer que no están suplicando que los perdo­nes.

Aquello hizo sonreír a Bella, que estuvo a punto de reírse a carcajadas al recordar que una vez Edward le dijo que suplicar era de paletos.

Una hora después, ya en casa, Bella salió a la terraza donde Edward se estaba tomando una copa.

Una enorme higuera proporcionaba sombra y se agradecía porque aunque ya era última hora de la tarde seguía haciendo mucho calor.

-Es cierto que tiene sus ventajas esto de estar contigo —bromeó Bella agitando el reloj de pla­tino que le había comprado.

Edward la miró con una ceja enarcada pues todavía no se podía creer que no hubiera aceptado nada más que aquel reloj.

-Yo hubiera preferido cubrirte de diamantes.

-No me hubieran quedado bien.

-Desnuda hubieras estado como una increíble diosa pagana, bella mía.

Bella sintió que el corazón le daba un vuelco. Jamás nadie le había dicho algo así.

-¿Por qué has cambiado de opinión sobre mí? ¿Por qué ya no crees que sólo busco tu dinero?

-Cuando me dijiste en Londres que me habías devuelto la mayor parte del dinero que te di al ca­sarnos, no te creí, pero lo he comprobado y ese di­nero lleva en la cuenta más de tres años.

-¿Y qué pasó con la carta que le escribí a tu abogado?

-No llegó. Por esas fechas, Jasper se cambió de despacho y tu carta debió de llegar a la antigua di­rección y se perdió. Ahora está muy descontento con todo este tema porque sabe que es el eslabón que falló y que por ello se han producido muchos malos entendidos entre nosotros.

Bella se sentía inmensamente aliviada de que el tema del dinero estuviera por fin arreglado.

-Nunca quise aceptar tu dinero, pero acabé aceptándolo, así que supongo que tu abogado tiene razones para no tener una buena opinión de mí.

-No tiene derecho a emitir un juicio así.

-Me gustaría explicarte un par de cosas. Cuando nos conocimos, mi hermana y yo vivía­mos en una mala zona y sus amigos eran chicos a los que les parecía muy divertido robar en las tien­das. Emma empezó a faltar al colegio y yo no tenía tiempo para controlarla.

Edward la escuchaba con atención.

-No sabía que tuvieras una vida tan dura. Siem­pre estabas alegre.

-Poner mala cara no cambia nada -contestó Bella-. El dinero que nos diste nos permitió em­pezar de nuevo. Alquilé otro piso, abrí la peluque­ría y matriculé a Emma en un colegio mejor. Nues­tros problemas se terminaron. Pude dejar de trabajar por las noches y comencé a quedarme en casa mientras mi hermana estudiaba. Al año siguiente, consiguió la beca y, desde entonces, todo le va bien.

-Deberías estar orgullosa de ti misma. Ojalá me hubieras contado todo esto entonces.

Bella lo miró a los ojos y tuvo que desviar la mirada porque se quedaba sin aliento.

-Entonces, a ti no te interesaba lo más mínimo mi vida.

-No quise conocerte y tú pagaste el precio, pero eso fue entonces y esto es ahora... -dijo Edward aga­rrándola de la mano y besándole la palma.

Bella se estremeció, sintió que le temblaban las piernas y que le ardía la entrepierna. Entonces, Edward le abrió la camisa y le soltó el sujetador.

-Es de día... -murmuró Bella.

-Te sorprendes con facilidad -contestó Edward apoyándola contra la pared caliente por el sol y quitándole el pareo que llevaba como falda-. Tran­quila, ya lo hago todo yo.

Bella lo dejó hacer y pronto estuvo desnuda.

Estaba deseando sentirlo dentro de ella mucho antes de que Edward introdujera sus dedos entre la selva caoba de su entrepierna y la hiciera gemir de placer.

-No pares -gritó Bella.

-Me encanta verte perder el control -contestó Edward levantándola y penetrándola.

Bella jadeó de placer mientras sus cuerpos se imbuían de pasión animal. Tras alcanzar el clímax, Edward la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde se tumbó a su lado y sonrió encantado.

Bella quería gritar a los cuatro vientos lo mu­cho que lo quería, quería que aquel momento no se acabara nunca.

Edward le apartó el pelo de la cara, la besó y la abrazó haciéndola sentirse como la mujer más afortunada del mundo.

-Me encantan tus pechos -confesó Edward po­niéndola a horcajadas sobre él y acariciándoselos-. Juraría que te han crecido desde la primera vez que hicimos el amor.

Bella desvió la mirada presa del pánico.

-No me quejo, no me malinterpretes -añadió Edward-. Ya me he dado cuenta de que te encanta el chocolate suizo.

¡ Edward se creía que había engordado porque estaba comiendo mucho chocolate! Bella intentó apartarse de él, pero Edward se lo impidió.

-No seas tan quisquillosa. Tienes un cuerpo ma­ravilloso -le aseguró-. Me encanta estar con una mujer que come todo lo que le viene en gana.

Además de llamarla gorda, la tenía por una go­rrona. Maravilloso. ¡Ojalá el culpable de que le hu­biera aumentado el pecho en una talla de sujetador fuera el chocolate!

-Me voy a dar una ducha -anunció Bella le­vantándose de la cama.

-¿Por qué tienes tan poca autoestima? -dijo Edward frustrado.

-¡He visto a Tanya y a su lado parezco una vaca lechera! -contestó Bella.

Edward la miró furioso y se levantó de la cama.

-¡Menuda idea! Tanya cumplía con mis necesi­dades, pero tú las provocabas. No puedo dejar de tocarte. Incluso he tenido que tomarme unas vaca­ciones para estar contigo.

Bella sintió que los ojos se le llenaban de lágri­mas.

-Eso es sólo sexo -lo acusó.

Se hizo un terrible silencio durante el cual Bella rezó para que Edward le llevara la contraria, pero él se limitó a mirarla con intensidad con una expre­sión difícil de leer en el rostro.

Bella sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Edward no le había llevado la contraria. ¿Cómo había sido tan ingenua como para creer que lo que había entre ellos era algo más que sexo?

Consiguió sonreír como si le pareciera muy bien que su relación fuera puramente sexual, se metió en el baño y cerró la puerta con pestillo.

Inmediatamente, abrió los grifos de la ducha y se puso a llorar. Lo único que ella le había ofrecido desde el principio había sido sexo y Edward lo había aceptado gustoso.

En ese aspecto, no se había quejado. Llevaban una semana en Cerdeña, siete días en los que no se habían separado. Habían comido en la playa, habían nadado en el mar por la noche, habían compartido cenas románticas, maravillosas siestas e inconta­bles conversaciones.

Estar en compañía de Edward era maravilloso e in­cluso cuando tenía que trabajar un par de horas ella se quedaba leyendo a su lado.

Aquella semana había sido increíblemente feliz para Bella, pero también había sido muy difícil asumir que estaba embarazada de él.

Físicamente, se sentía muy bien, pero tenía que tener cuidado con lo que comía y tenía que descan­sar mucho. Las náuseas se habían evaporado y sólo se había vuelto a marear en una ocasión por levantarse demasiado aprisa.

Edward había empezado a darse cuenta de que su cuerpo estaba cambiando. Ocultarle el embarazo no iba ser posible durante mucho más tiempo. La perspectiva de confesarle que iban a tener un hijo se le hacía insoportable.

Aquella vez, Bella tenía muy claro que no de­bía hacerse ilusiones, que tenía que enfrentarse a la relación que tenía con Edward tal y como era.

Por eso, todas las mañanas, cuando Edward le daba los buenos días acompañados de unos cuantos be­sos, Bella se recordaba una serie de cosas:

Edward no estaba enamorado de ella. La deseaba y por eso se preocupaba por ella. El hecho de que conversaran durante horas, que fuera tierno y di­vertido con ella era irrelevante. Al fin y al cabo, era un hombre sofisticado y era imposible imaginárselo haciendo que una mujer se aburriera.

No era su mujer de verdad. Se había casado a cambio de dinero. Era la mujer que Edward había comprado, no la mujer que había elegido.

Además, ella jamás cumpliría con el tipo de mujer perfecta que le gustaba a Edward. Lo cierto era que, sin darse cuenta, Edward había ido dándole a en­tender qué tipo de mujer le gustaba.

Le gustaban las mujeres de pelo castaño y pier­nas largas, exactamente igual que su última pareja. También le gustaban las mujeres de buena familia y le parecía que los estudios universitarios eran importantísimos.

Bella no cumplía ni una sola de esas condicio­nes, así que era imposible que la hubiera elegido jamás como esposa.

Teniendo todo eso en cuenta, cuando Edward se enterara de que iba a tener un hijo suyo aquello iba a ser un desastre. Por eso, no se lo quería decir. Por eso había aprovechado aquellos siete días como si fueran los últimos de su vida.

Sin embargo, había llegado el momento de con­tarle la verdad.

Bella se puso unos pantalones de seda azules con un top de encaje a juego. Aquel color, le quedaba bien.

La mesa estaba dispuesta en la terraza para cenar. Habían colgado farolillos en las ramas de la higuera y la luz de las velas se reflejaba en la cristalería.

edward solía ir a aquella casa un par de veces al año porque tenía muchas casas por el mundo y no le daba tiempo de ir a todas muy a menudo.

No le gustaban los hoteles e incluso allí, en un apartado rincón del planeta, Edward tenía contratado a un cocinero fabuloso que los deleitaba con sus maravillosas comidas.

Aquel hombre lo tenía todo siempre bajo con­trol, pero, ¿cómo reaccionaría cuando Bella le di­jera lo que le tenía que decir? Aquella situación no la iba a poder controlar.

-Date la vuelta -le dijo Edward al salir a la terraza.

Bella obedeció.

-Estás impresionante... podría comerte aquí mismo -confesó Edward excitándola- Vas a tener suerte si logro controlarme hasta que terminemos de cenar.

Bella se mojó los labios y bebió agua.

-Una vaca lechera, ¿eh? -bromeó Edward-. A mí no me lo pareces.

Bella se sonrojó y sintió deseos de abrazarlo y de decirle lo feliz que había sido durante aquellos días.

-Estás muy rara últimamente -añadió Edward.

-Eh... yo... -dijo Bella desconcertada.

-De repente sonríes y al minuto siguiente te en­fadas -le explicó Edward-. Tú no eres así, así que su­pongo que es el síndrome premenstrual.

Bella tuvo que hacer un esfuerzo para no po­nerse a llorar.

-Te tengo que decir una cosa -anunció.

Capítulo 7


Capítulo 7

Los personajes pertenecen a S.M y la historia a la fantástica Lynne Graham.

Cuánto me alegro por ti! -dijo Emma abrazando a Bella con entusiasmo entre el primer y el segundo plato de la comida-. Cuando empiece la universidad en septiembre, te veré todavía menos y estaba preocupada porque no quería que estuvieras sola. ¿Te parezco una egoísta?

-Claro que no -le aseguró Bella sonriendo todo lo que pudo.

Vivir fuera de casa, había hecho que su hermana fuera una mujer muy independiente y, aunque a ve ces le dolía un poco, Bella se sentía muy orgullosa de ella.

-Bella necesita divertirse -le dijo Emma a Edward-. Ha renunciado a muchas cosas por mí. Tengo una beca, pero cubre sólo una parte de mis estudios. La otra parte la ha pagado Bella traba jando mucho. Por eso nunca tiene dinero. Cuando me enteré de lo que le costaba mi colegio, intenté convencerla para que me mandara a otro...

-Estabas sacando muy buenas notas y eso es lo único importante -la interrumpió Bella avergon zada por aquella cascada de información que su hermana le estaba dando a Edward-. Emma quiere estudiar Derecho internacional. Se le dan muy bien los idiomas.

Edward le habló en francés y Emma contestó con un acento impecable. Ambos tenían una seguridad en sí mismos que Bella había envidiado muchas veces.

Cuando terminaron de comer, Edward se excusó para hacer una llamada y Bella y su hermana tu vieron unos minutos para estar a solas.

Emma le dijo que tenía que volver al colegio para revisar unos exámenes y que luego se iba a España para pasar las vacaciones en casa de una amiga.

Tras despedirse de ella, Bella y Edward se subie ron en la limusina.

-No he terminado de arreglar mis cosas, así que tengo que volver a casa.

-No tenemos tiempo -contestó Edward. ,

-Tú no, pero yo sí -insistió Bella levantando el mentón-. Cambia los billetes para mañana.

-Nos iremos esta noche.

-No, necesito más tiempo para organizar mis cosas. Prefiero irme mañana.

-No pienso irme de Londres sin ti -le aseguró Edward observando su perfil.

-No quiero ir a Suiza...

-Mentirosa -susurró Edward.

-¿Por qué dices eso?

Edward le acarició el labio inferior y Bella sintió que se quedado sin aliento.

-Demuéstrame lo poco que te gusta lo que te hago, bella mia -la retó.

Aunque intentó controlarse, Bella se encontró echándose hacia delante. Aquel hombre la atraía como un imán. Bella se revolvió en su olor y sin tió que los pezones se le endurecían.

-No estás haciendo bien -la censuró Edward.

-¿Cómo? -contestó Bella con la mente en blanco.

Edward enarcó una ceja y le acarició uno de los pe zones, que amenazaba con atravesar la camiseta.

Al sentir sus caricias, Bella gimió y sintió que el corazón se le aceleraba. Echó la cabeza hacia atrás y sintió una cascada entre las piernas.

Edward deslizó la punta de su lengua por su cuello. Bella quería que la besara. Edward la miró a los ojos y Bella vio deseo en ellos.

-Sí... —le suplicó.

-No -contestó él-. No me gusta el sexo en el asiento trasero de los coches —añadió con desprecio.

Bella sintió que se sonrojaba de pies a cabeza y apretó los puños. Le hubiera gustado abofetearlo, pero se controló a tiempo.

¿Cómo había sido tan débil? Si seguía sirvién dose en bandeja de plata a Edward, no tardaría mucho en darse cuenta de que estaba completamente ena morada de él.

Nada sería más humillante. Lo cierto era que prefería que creyera que era una cazafortunas.

Al llegar a la peluquería, Leah se tomó un des canso y Bella la reemplazó. Antes de cerrar, Bella le propuso que se hiciera cargo otra vez de la pelu quería y su empleada dijo que estaba de acuerdo siempre y cuando contratara a otra persona para que la ayudara.

Contenta porque dejaba la peluquería en buenas manos, Bella fue a casa a hacer las maletas.

A las siete en punto, llamaron al timbre. Ella creía que iba a ser Edward, pero era Gareth, un inge niero con el que había salido un par de veces el año anterior y del que se había hecho amiga.

-¡Me encanta cómo llevas el pelo!- rió Gareth al fijarse en las puntas negras que hacían contraste con su pelo caoba-. Muy gótico.

-¿Te gusta? -sonrió Bella.

Edward ni siquiera se había dado cuenta y la ver dad es que daba igual pues el tinte era temporal y se iría la próxima vez que se lavara el pelo.

-¿Te apetece que hagamos algo esta noche?

En ese momento, Edward entró en el vestíbulo.

-Bella tiene otros planes -declaró secamente.

-¿Y tú eres su secretaria o algo así? -se burló Gareth.

-Soy su marido -sentenció Edward.

Mientras Gareth bajaba las escaleras rojo de ira, Bella se dio cuenta de que no volvería a verlo ja más y miró furiosa a Edward.

-Te has pasado.

Edward la miró con dureza.

-Estaba ligando.

-No estaba ligando y aunque así fuera, ¿a ti qué te importa? -le espetó Bella intentando contro larse pues el chofer de Edward había llegado para lle varse su equipaje.

-Habías quedado con ese hombre para salir esta noche -la acusó Edward mientras iban hacia el co che-. Por eso no te querías ir hasta mañana.

Bella ya se estaba empezando a hartar.

-Tienes razón. Por si no te has dado cuenta, soy una mujer muy demandada. Vas a tener que vigi larme bien día y noche en Suiza. ¿Estás seguro de que merezco la pena?

Edward la agarró de los hombros y la puso contra la pared. Fue un movimiento tan rápido que Bella no pudo evitar ahogar un grito de sorpresa.

-¿Te has dado cuenta de que no me ha hecho gracia tu comentario? -le dijo Edward-. Ten cuidado. Como te pille ligando con otros hombres, te vas a enterar.

Bella sintió que se le secaba la boca, pero hubo algo en su comportamiento que la excitó.

-Era una broma...

-Que no tiene ninguna gracia.

-Por lo menos Garret se ha dado cuenta de que me he teñido las puntas -comentó Bella inten tando poner una nota de humor.

-Sí, pero no se ha atrevido a decirte que pareces un erizo -contestó Edward bajando las escaleras.

Bella se quedó sin habla.

¿Un erizo? Qué vergüenza.

Al llegar al aeropuerto, se miró en los escapara tes de las tiendas y se dio cuenta de lo bajita que era al lado de un hombre tan alto y delgado.

Mientras esperaban para embarcar en el avión privado de Edward, sonó el teléfono móvil de Bella.

Cuando oyó la voz de su amiga Victoria, se apartó de Edward para hablar en privado.

Victoria y su marido, Jacob Black, vivían en Italia, pero la llamaba para decirle que iban a ir a pa sar el fin de semana a Londres y que querían verla.

-Me piíllas en el aeropuerto porque me voy a Suiza -contestó Bella-. Además, te vas a enfadar conmigo porque no te he contado un secreto. Estoy casada...

-¿Casada? ¡No me lo puedo creer! -exclamó Victoria sorprendida.

-A mí no me resulta difícil creerlo porque mi marido está ahora mismo escuchando nuestra con versación -contestó Bella mirando a Edward con disgusto-. En cualquier caso, la historia de nuestro matrimonio es...

En aquel momento, Edward le arrebató el teléfono y la dejó con la boca abierta.

-Un cuento con final feliz -dijo a toda veloci dad-. Soy el marido de Bella -se presentó-. ¿Y tú quién eres?

Bella tuvo que soportar que Edward charlara un rato con su amiga y que terminara la conversación al anunciar que su avión ya estaba preparado para despegar.

-¿Cómo te atreves? -le espetó Bella furiosa mientras se dirigían a la aeronave.

-No me has dejado otra opción -contestó Edward-. Estabas a punto de soltarlo todo.

-Yo no suelto las cosas así como así -contestó Bella apretando los dientes.

-¿Cómo que no? Eres el colmo de la indiscre ción -le espetó Edward.

Una vez a bordo, Bella avanzó por el pasillo del lujoso avión y se sentó todo lo lejos que pudo de Edward. Estaba furiosa con él por haber interve nido en su conversación y atreverse, encima, a acusarla de ser una chismosa. ¿Cómo se atrevía?

— ¿Quién te crees que eres? -le preguntó cuando ya habían despegado y la azafata los había dejado a solas.

Edward la miró a los ojos tan tranquilo.

-Soy un hombre muy discreto y quiero que lo que hay entre nosotros se lleve con total discre ción, así que se han acabado las charlas entre chi cas.

Bella giró la cabeza. No solía llorar, pero de re pente se encontró con unas tremendas ganas de hacerlo. Tal vez, era porque estaba tan cansada que le costaba mantener los ojos abiertos.

La azafata le preguntó si quería comer y ella contestó que no. Con sólo pensar en comer, se le revolvió el estómago. Lo que realmente quería era discutir con Edward, pero no tenía fuerzas.

A la mañana siguiente, Bella se despertó tarde.

Nada más poner un pie en el suelo, decidió que había llegado el momento de enfrentarse a Edward con todos los argumentos que no había podido lan zarle el día anterior.

Sin embargo, mientras desayunaba, Humberto le dijo que Edward se había ido al Banco Cullen hacía rato.

Al recordar cómo había llegado a la cama la noche anterior, se sintió terriblemente avergonzada. Se había quedado dormida en el avión, había salido del aeropuerto como una zombie, se había vuelto a quedar dormida en la limusina y había permitido que Edward la llevara a su habitación en brazos.

Nunca se había sentido tan cansada y ahora sen tía un inmenso alivio porque había recuperado las fuerzas.

Creyendo que tenía mucha hambre, le había di cho a Humberto que le sirviera un abundante desa yuno, pero cuando lo tuvo delante el apetito desapa reció de repente.

Apartó el plato y se conformó con mordisquear un cruasán y tomarse una taza de chocolate. Acto seguido, decidió hacer una visita al Banco Cullen.

Se alegró al ver que toda la ropa que Edward le ha bía comprado estaba en su armario y eligió un ves tido color burdeos que acompañó con un abrigo de flores.

El Banco Cullen, situado en el centro de la ciudad de Ginebra, era un edificio de dimensiones enormes y diseño contemporáneo.

Cuando llegó y dijo que era la esposa de Edward, se produjo cierto revuelo en el mostrador de la re cepción. Un botones la acompañó a la planta eje cutiva y la hizo pasar a un gran despacho.

En su interior la estaba esperando Edward, espectacularmente vestido y apoyado en el borde de la mesa.

-No es el cumpleaños de nadie, así que, ¿a qué se debe esta interrupción?

-Sólo quería hablar contigo.

-Pues haberte levantado antes -le espetó Edward-. Estoy trabajando y no permito que nadie me inte rrumpa por motivos personales.

-Me parece bien porque esta visita no es perso nal -lo informó Bella con la esperanza de conse guir su atención.

-Ven aquí, te quiero enseñar una cosa -le dijo Edward en tono autoritario.

Desconcertada, Bella dio un paso al frente y Edward la agarró de la mano,

-¿Dónde me llevas?

Era un baño.

Edward la colocó ante un espejo y se puso detrás de ella. La miró a los ojos a través del reflejo y Bella sintió que se le aceleraba el pulso.

-¿Que ves? -le preguntó Edward mientras le qui taba el abrigo.

-A nosotros -contestó Bella.

A continuación, Edward le bajó los tirantes del vestido y le dejó los hombros al descubierto. Sus manos se deslizaron hasta sus caderas y fueron su biendo por sus costillas hasta quedar bajo sus pe chos.

A Bella se le paró la respiración. Ya no recordaba por qué había ido al despacho de Edward. Lo único en lo que podía pensar era en sus manos y en su erección.

-¿A ti te parece que esta es forma de vestirse para venir a verme?

-El vestido es un poco atrevido, por eso me he puesto el abrigo -admitió Bella sin aliento.

-Un vestido así con un cuerpo como el tuyo es una provocación.

Bella se apoyó en él y sonrió encantada.

-¿Te gusta?

-¿No era eso lo que querías?

-No lo había pensado, pero supongo que sí.

-Esta escena debería desarrollarse en nuestro dormitorio y no en mi banco.

Ante aquellas palabras, Bella se sintió furiosa. ¡Edward creía que había ido a verlo para seducirlo!

-He venido para mantener una seria conversa ción contigo -le aclaró poniéndose el abrigo y vol viendo a su despacho-. Lo siento mucho si no eres capaz de controlarte por el mero hecho de que una mujer lleve un vestido bonito.

Edward se quedó de piedra.

-Hace casi cuatro años me casé contigo por conveniencia y acepté a cambio cierta suma de di nero -continuó Bella-. Te devolví dos terceras partes de esa cifra cuando me di cuenta de que no lo necesitaba y...

-Un momento -la interrumpió Edward levantando una mano-. ¿Estás diciendo que me devolviste parte del dinero? ¿Cómo?

-Lo volví a depositar en la cuenta desde la que me había llegado y te hice llegar una carta a través de tu abogado.

-Mi abogado ya me advirtió que no me fiara de ti y le partí la nariz la semana pasada -le espetó Edward.

Bella se quedó mirándolo con la boca abierta.

-¿Le has partido la nariz? ¿Por qué?

-Tuvo la mala suerte de sugerirme que, tal vez, mi esposa no era la que yo creía, pero lo hizo antes de que hubiera recuperado la memoria.

Bella se sonrojó.

-Oh... bueno, volvamos al tema del dinero.

-No me consta que devolvieras una parte de ese dinero.

Bella se cruzó de brazos.

-Pues lo hice. Cuando me di cuenta de que no había necesidad de comprar una casa pues alqui larla era suficiente, sólo me quedé con lo que nece sitaba para alquilar un piso y abrir una peluquería en el local comercial de abajo. Aunque a ti te pa rezca que mi peluquería no es gran cosa me sirve para pagar el alquiler y las facturas y nunca me he quejado.

-¿Adonde quieres ir a parar con esto?

-Cuando mi hermana termine la universidad, puedo vender la peluquería y devolverte todo el di nero que me dejaste. Se me ha ocurrido que, si te prometo que lo haré, estaríamos en paz y podría volver a casa.

-¿Te has vestido así de sexy para venir a ha cerme esa oferta?

Bella tomó aire porque era obvio que Edward no se estaba tomando aquello en serio.

-En lo que a mí respecta, esto no es por dinero. Nunca ha sido por dinero. ¿No te habías dado cuenta? -murmuró Edward apoyándose en la mesa de nuevo.

-Entiendo que creas que estoy en deuda contigo y entiendo que no sueles perdonar.

—Se te da muy bien eso de entender —dijo Edward divertido.

-Lo que no entiendo es por qué te empeñas en que siga aquí.

Edward sonrió con ironía.

-Tengo mis razones. Para empezar, el poder de hacerte hacer lo que a mí me dé la gana.

— ¡Qué asco! ¡Debería darte vergüenza!

-¿No te produjo a ti una satisfacción similar aprovecharte de mi amnesia?

-Yo no soy como tú —le aseguró Bella-. ¡Yo no me aproveché de ti! -añadió dolida-. Yo sólo que ría que estuvieras tranquilo y que fueras feliz.

-Te aseguro que fui muy feliz en la cama con tigo -sonrió Edward-. En cuanto a eso que has dicho de que te obligo a quedarte aquí, ¿no va siendo ya hora de que te enfrentes a los hechos?

-¿A qué hechos?

-No he tenido que obligarte en ningún mo mento a acostarte conmigo. Tú también me deseas.

-No lo suficiente como para permitir que me utilices.

Edward deslizó su dedo índice entre los pechos de Bella y se detuvo en su ombligo.

-¿Que necesitarías para que fuera suficiente?

Bella apretó los dientes.

-El sexo no es suficiente.

-Yo podría hacer que lo fuera -le aseguró Edward con voz ronca.

-Me tengo en mucha más estima.

-Hace cuatro años no era así. Si hubiera chas queado los dedos, habrías venido corriendo.

Bella se quedó de piedra y recordó lo que ha bía pasado años atrás. Entonces, estaba tan deses peradamente enamorada de él que hubiera hecho cualquier cosa para estar con él. Saber que Edward se había dado cuenta de ello y, aun así, no había du dado en alejarse de ella le provocó un horrible do lor.

-Canalla —le dijo-. Tú también te sentías atraído por mí y no hiciste nada.

-Fui razonable.

-Tú lo que eres es un esnob -le espetó Bella dolida-. ¡Me apuesto el cuello a que si hubiera sido rica, no te lo habrías pensado!

-Yo no soy un esnob. Tengo expectativas en al gunos temas y no me avergüenzo de ello.

-Di lo que quieras, pero yo sé que te sentías atraído por mí exactamente igual que yo por ti -in sistió Bella entre furiosa y dolida-. Lo admitiste mientras tenías amnesia.

-Te dejé porque no habrías podido vivir con migo. Eras demasiado joven.

-Me dejaste porque eres más frío que el hielo.

-¿Ésa es tu definición del sentido común?

-Me dejaste también porque no era de tu clase social.

-Y sigues sin serlo, pero estás aquí -contestó Edward amarrándola de las caderas y apretándose contra ella.

-¿Te crees que besándome vas a conseguir que se me pase el enfado? -le espetó Bella.

Edward la besó de todas maneras y Bella tuvo que apoyarse en sus hombros para no perder el equili brio.

-Estoy deseando que lleguen las siete -rugió Edward mordisqueándole el lóbulo de la oreja.

-Oh...

Bella se dio cuenta de que se suponía que no debería estar besándolo porque estaba furiosa con él. En ese momento, Edward le bajó la cremallera del vestido.

-No... no lo hagas -le dijo sorprendida.

-Demasiado tarde...

Bella se tapó avergonzada y presa del pánico.

-Estamos en un banco... ¡podría entrar alguien!

-La puerta está cerrada con pestillo, así que es tamos a salvo -contestó Edward apartándole las ma nos y observando su atrevido conjunto de lence ría-, pero tú no...

Bella intentó apartarse para volver a ponerse el vestido, pero Edward la tomó en brazos con facilidad y la depositó sobre la mesa.

-¡Edward! -exclamó Bella cuando intentó desa brocharle el sujetador.

-Irresistible... -comentó él acariciándole los pe zones.

Sus ojos se encontraron y cuando Bella vio el deseo en los ojos de Edward se quedó muy sorpren dida. Aquel deseo encendió un fuego en su interior.

Aunque no la quisiera, la deseaba y eso no lo podía negar. Orgullosa, lo tomó de la corbata y tiró de él hacia abajo.

-Me pones a mil -dijo Edward con voz ronca.

Le acarició los pechos haciéndola gemir de pla cer y jugueteó con sus pezones hasta hacerla ja dear. Bella sintió una cascada de líquido caliente entre las piernas y, mientras Edward le lamía el cuerpo entero, Bella dejó de pensar con claridad.

Bella hizo un movimiento hacia adelante con las caderas y en ese momento comenzó a sonar el teléfono, pero Edward lo desconectó.

Le acarició el pelo y la volvió a besar.

-Te deseo —murmuró Bella.

-No tanto como yo a ti, bella mía -contestó Edward quitándole las braguitas-. Me has enseñado que dos semanas sin ti pueden ser como dos vidas.

Edward le separó las piernas y descubrió su lugar más íntimo. Lo acarició con dedos expertos y, tras colocarla en la posición deseada, la penetró de una sola estocada.

Bella sintió que perdía el control. Aquello era demasiado excitante. El placer era insoportable. Cuando llegó al orgasmo, Edward la besó para que no gritara.

-No me puedo creer que hayamos hecho esto -comentó Edward al cabo de unos segundos mirán dola a los ojos-. No puedo creer que estés desnuda sobre mi mesa.

Bella se levantó de la mesa como una gata es caldada y se vistió a toda prisa con manos temblo rosas.

-Te prohíbo que vuelvas a venir a mi despacho -le dijo Edward.

-¿Cómo? -dijo Bella mientras se ponía el ves tido.

-Todo esto lo tenías planeado. Has venido a verme con un vestido provocador por algo.

¿De verdad creía que se había cavado su propia tumba? ¿De verdad creía que su idea al venir a verlo era acostarse con él encima de la mesa de su despacho? ¿Se había vuelto loco?

-Desde que me has visto entrar por esa puerta, no has pensado en otra cosa, así que ahora no me eches la culpa a mí -se defendió Bella-. ¿Quién ha cerrado la puerta con pestillo? ¿Quién me ha ig norado cuando le he dicho que estábamos en un banco? ¿Quién ha dicho hace unos minutos que dos semanas sin sexo era como pasar dos vidas pri vadas de él?

-Bella...

-Y en cuanto tienes lo que querías, me acusas de haber sido yo la que me he abalanzado sobre ti -continuó Bella furiosa yendo hacia la puerta-. ¡En cualquier caso, no te preocupes, no pienso vol ver a este banco!

Edward le pasó su abrigo.

-Tienes pintalabios en la camisa -le dijo ella con satisfacción.

-¿Podríamos repetir esto?

Bella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos.

-¿Después de que me hayas acusado de haberlo planeado todo?

-Me encantaría que lo repitiéramos, cara mia.

-¡Ni lo sueñes!

-No es fácil encontrar un sexo así -murmuró Edward.

Bella palideció. Aquel hombre no tenía senti mientos. Claro que, ¿cómo había podido olvidarse de lo que Edward sentía por ella? La tenía por una cazafortunas mentirosa que se había aprovechado de él en un momento en que era vulnerable.

Vulnerable. Bella estudió a Edward. Un hombre de condición física insuperable, un hombre que la miraba con lujuria, un hombre capaz de acostarse con ella y olvidarla a los dos minutos.

Resumiendo. Un hombre que le podía hacer mucho daño si no tenía cuidado.

-Esto no se va a volver a repetir -le aseguró Bella girándose y yendo hacia la puerta.

-Desde luego, no en las próximas veinticuatro horas porque me voy a Zurich esta noche, así que nos veremos mañana por la noche.

Bella estuvo a punto de decirle que no tuviera ninguna prisa por volver a casa, pero se mordió la lengua porque, después de cómo se había comportado con él hacía unos minutos, le pareció que era mejor guardar silencio.

A salir del despacho de Edward, había unos cuan tos empleados de chaqueta y corbata que le hicie ron un pasillo para dejarla pasar.

Ella se dirigió al ascensor a toda velocidad pues le parecía que llevaba escrito en la cara lo que aca baba de suceder dentro.

Edward había descubierto la combinación mágica para transformarla en una mujer que se compor taba como una fresca. Debería odiarlo por ello, pero al recordar que le había prohibido la entrada en su despacho se dio cuenta de que eso era porque tenía cierto poder sobre él.

Echó la cabeza hacia atrás y sonrió satisfecha.