martes, 3 de mayo de 2011

Ciegos al amor

Capítulo 1

Bella respiró profundamente, intentando tranquilizarse mientras se acercaba a la joven de la recepción. Con su melena rubia y su figura de guitarra, era una de esas mujeres que siempre atraían la atención de los hombres.
Las castañas diminutas y con pecas, por otro lado, no eran tan buscadas; al menos en su experiencia. Aunque durante un tiempo le había parecido que Jacob era de otra manera… hasta el día que entró en casa y encontró a su ex prometido en la cama con una preciosa rubia.
Normalmente, cuando recordaba aquella memorable ocasión experimentaba una ola de náuseas, pero esta vez no. Esta vez tenía el estómago paralizado de puro terror.
Las pestañas rozaron sus mejillas cuando cerró los ojos para respirar de nuevo, intentando controlar los frenéticos latidos de su corazón, que parecía a punto de salirse de sus costillas. Y luego intentó sonreír. Si una persona actuaba como si esperase que le enseñaran la puerta, en general eso era lo que solía ocurrir.
Se había tomado su tiempo aquel día para tener el aspecto de alguien que entraba todos los días en el cuartel general de una multinacional para hablar con el presidente. Pero al ver su imagen en el espejo de la pared, supo que sus esfuerzos habían sido en vano. No iba a salir bien.
Intentando no ser pesimista, Bella se aclaró la garganta. Y el sonido atrajo la atención de la recepcionista, pero sólo durante un segundo porque, en ese mismo instante, se abrió una puerta y por ella apareció otra rubia impresionante con un ajustado vestido rojo.
La chica que había tras el escritorio se quedó mirando y Bella también; y también los fotógrafos que habían aparecido de repente, como por arte de magia.
La explosiva rubia parecía comodísima con los fogonazos de las cámaras y la tormenta de preguntas que lanzaban los paparazzis. Sencillamente sonrió, mostrando unos dientes perfectos y demostrando que, aunque había hecho la transición de modelo a actriz de Hollywood, sabía cómo manejarse con los periodistas. Flanqueada por dos musculosos guardaespaldas parecía deslizarse por el pasillo, deteniéndose un par de veces para contestar «Sin comentarios» a las preguntas sobre si Edward Cullen  y ella estaban juntos de nuevo.
Cuando desapareció, dejando sólo el fuerte aroma de su perfume en el aire, Bella estaba haciéndose la misma pregunta. Menudo momento. Lo último que un hombre querría escuchar era la noticia que ella había ido a darle e imaginaba que sería doblemente cierto para un hombre que acababa de reconciliarse con el amor de su vida.
Bella suspiró, intentando apartar la imagen de la actriz de su cabeza; no estaba allí para competir por las atenciones del italiano. Ni siquiera estaba interesada en la vida amorosa de Edward Cullen y no tenía ningún deseo de separarlo de ella, algo que pensaba dejarle bien claro.
La razón para que estuviera allí era muy simple; darle la noticia y marcharse. La pelota estaría entonces en su tejado.
Lo único que tenía que hacer era decírselo.
Y era ahora o nunca.
Aunque en aquel momento «nunca» le parecía lo mejor.
Bella hizo una mueca de dolor. Se había comprado unos zapatos en las rebajas y le hacían daño porque eran pequeños. Aunque la confianza que le daban esos tacones merecía la pena.
—Buenos días… —no pudo terminar la frase cuando la recepcionista levantó la cabeza.
¿Qué iba a decirle?
«Soy Bella, pero eso no significa nada para usted, claro. Su jefe no sabe mi nombre, ni siquiera sabe cuál es el color de mis ojos o que tengo pecas y el pelo de color castaño con destellos rojizos. Pero había pensado que, dadas las circunstancias, lo más lógico sería darle la noticia cara a cara: voy a tener un hijo suyo».
Bella pensó entonces en las diferencias que había entre un multimillonario y una chica que tenía que hacer malabarismos para pagar las facturas todos los meses. Seguramente habría ganado menos dinero en toda su vida profesional que Edward Cullen en un solo minuto. Aunque las cosas estaban empezando a mejorar, afortunadamente. Había trabajado durante cuatro años en el periódico local del pueblo escocés en el que nació, cubriendo bodas y bautizos. Pero su esfuerzo había dado dividendos y, por fin, había conseguido un trabajo en un periódico de tirada nacional en Londres.
—Sí, las cosas son más fáciles ahora que en mis tiempos —le había dicho la madura periodista que la acogió bajo su ala—. Tú tienes talento, Bella. Pero tienes que poner el cien por cien si quieres que la gente te tome en serio. Y debes ser un poquito más… flexible. Ah, y no tengo que decirte que lo último que necesitas en este momento es una relación sentimental exigente o tener familia. Eso sería un suicidio profesional.
Familia.
Bella tragó saliva al considerar aquel nuevo y francamente aterrador desvío en su, hasta aquel momento, predecible vida. Había tenido miedo y seguía teniéndolo, pero la verdad era que no tuvo que pensarlo, ni siquiera se le había ocurrido la idea de no tener a su hijo.
Además del pánico inicial había algo, una sensación extraña de que todo estaba bien. No esperaba que el padre de su hijo la compartiese, claro, pero que no quisiera saber nada del niño no significaba que no tuviera derecho a saberlo.
Se había preparado para una respuesta airada o las inevitables sospechas que tal vez serían lógicas en una situación así. Pero aquella extraña serenidad que la embargaba era una serenidad que Sam no creía poseer. Aunque bien podía ser a causa de la sorpresa.
Sólo había tenido quince días para hacerse a la idea y aún no se lo creía del todo; de hecho, la situación le parecía irreal.
Se llevó una mano al abdomen, aún plano bajo la chaqueta, y sus labios se curvaron en una sonrisa. Sin duda, la idea le parecería más real cuando su cintura empezara a ensancharse.
—Soy Isabella Swan y…
La chica, con aspecto aburrido ahora que la estrella de cine y su ruidosa cuadrilla habían desaparecido, se apartó el teléfono de la oreja.
—La primera puerta a la izquierda.
Bella parpadeó. No era así como había imaginado la escena. Los zapatos debían haber funcionado.
Los zapatos en cuestión estaban en ese momento clavados al suelo. No podía moverse, tan sorprendida estaba al no tener que identificarse o explicar los motivos de su visita.
—¿La primera puerta a la izquierda? —repitió, aunque no debería. La recepcionista no parecía saber que no tenía cita y lo mejor sería aprovechar las circunstancias.
¿Por qué no se movía? ¿Eran los inconvenientes escrúpulos, esa horrible compulsión de decir la verdad en momentos en los que una mentira o un silencio serían lo más necesario… o simple miedo?
Con un suspiro de impaciencia, la joven movió una mano de uñas largas y rojas en dirección a la puerta antes de volver a concentrarse en el teléfono.
«Esto es demasiado fácil», persistía la suspicaz vocecita en su cabeza.
—Pero es una suerte —murmuró para sí misma.
Si la habían confundido con alguien, el error estaba funcionando a su favor y sería tonta si no le siguiera la corriente. De modo que, con una sonrisa en los labios, se dio la vuelta y entró por la puerta indicada.
Fue una sorpresa descubrir que era simplemente una habitación con un escritorio en una esquina y varias sillas pegadas a la pared. Pero un segundo después se abrió una puerta y un hombre de pelo rubio y gesto cansado se quedó mirando a Bella con cara de sorpresa.
—Es una mujer.
En circunstancias normales, ella hubiera respondido a tal «acusación», porque era definitivamente una acusación, con algún comentario irónico. Pero el humor y la ironía se le escapaban en ese momento.
—Soy Bella Swan y me gustaría…
—¡Bella! —el hombre se llevó una mano a la frente—. Eso lo explica todo, claro. Y yo pensando que hoy las cosas no podían ir peor…
—He venido a ver al señor Cullen…
Al decir su nombre, una imagen mental del hombre apareció en su cabeza… ahora le parecía asombroso no haberse dado cuenta del peligro cuando lo vio por primera vez.
El impacto había sido como un golpe que la dejó sin aliento. Y sintió algo en su interior, como si sus emociones de repente se liberasen, aunque se sentía extrañamente desconectada de lo que le estaba pasando. Su innata habilidad para distanciarse emocionalmente y analizar lo que estaba haciendo la había abandonado. Claro que no se dio cuenta hasta que era demasiado tarde y el daño estaba hecho.
Cuando estaba con él no era capaz de controlar los latidos de su corazón… de hecho, no era capaz de controlarse a sí misma.
No era sólo la simetría de sus facciones o la curva de su boca; no era un rasgo en particular, sino la combinación de todos lo que lo hacía tan increíblemente atractivo.
Incluso ahora, doce semanas después, el recuerdo de su cara la emocionaba. Aunque ahora podía pensar en su reacción y en lo que había pasado después con más objetividad.
No podía negar que era un hombre guapísimo y que poseía una sexualidad arrogante a la que ella no era inmune, pero lo que pasó había sido el resultado de una serie de circunstancias más que otra cosa.
Seguramente resultaría ser un hombre vulgar y corriente, pensó. Seguramente ella lo había engrandecido en su memoria para defender su propio comportamiento porque nadie más que un dios del sexo podía ser responsable de que hubiera perdido la cabeza. Estaba buscando excusas.
Aunque la verdad era que no había excusas; había sido alocada y estúpida. Había tenido un momento de debilidad… en realidad, toda una noche de debilidad, pero eso era algo en lo que no quería pensar. Y, sin embargo, ahora tendría que vivir con las consecuencias.
Probablemente lo vería y descubriría que no se parecía nada a la imagen romántica que se había formado de él: un héroe caído y en necesidad de un consuelo que sólo ella podía darle.
Bella apartó de su mente tales pensamientos y trató de volver al presente. Pero cuando miró al joven rubio que parecía tan sorprendido de verla, él estaba buscando algo entre los papeles que tenía en la mano.
—Esto podría ser un problema… ¡y ahora no encuentro su currículum, por Dios! —exclamó, disgustado—. Perdone, no es culpa suya.
En realidad, sí lo era.
Había sido ella la que dio el primer paso, ella quien besó a Edward, aunque era un completo extraño.
El recuerdo de ese beso estaba grabado para siempre en su conciencia; cómo su rostro se había iluminado por el repentino relámpago al otro lado de la ventana y cómo se le había encogido el estómago al ver el brillo mate de sus increíbles ojos verdes y la frustración en sus facciones.
Sin saber qué decir para consolarlo, incapaz de emitir un sonido que no fuera un suspiro estrangulado, había tomado su cara entre las manos para besarlo…
El gesto había sido absolutamente espontáneo y, se dio cuenta enseguida, un error. Él se había puesto tenso al sentir el roce de sus labios y, durante un segundo, permaneció inmóvil.
Besar a un hombre tan guapo que no quería ser besado podía ser algo que hicieran otras mujeres de su edad sin darle la menor importancia, pero Bella no era así.
Ella sí le daba importancia; de hecho, mortificada, estaba a punto de disculparse cuando él sujetó sus manos.
El corazón de Bella empezó a latir con fuerza al recordar el roce de sus dedos mientras le decía algo en italiano…
Había sentido más que oír el gemido que pareció salir de lo más profundo de su alma antes de que él buscara sus labios.
Pero ella había dado el primer paso.
Y no era excusa pensar que Edward parecía necesitar ese beso.
Claro que, si él no se lo hubiera devuelto y la tormenta no los hubiera dejado sin luz… no habría habido ningún problema. Ningún problema, ninguna vergüenza, ningún hijo.
Bella se mordió los labios, intentando borrar las gráficas imágenes que aparecían en su cabeza. Había ocurrido y no tenía sentido darle vueltas porque no conseguiría nada con ello.
—¿Está aquí el señor Cullen? —logró preguntar. Aunque casi deseaba que le dijera que no.
El hombre, mirando hacia la puerta que había tras él, suspiró antes de asentir con la cabeza.
—Soy Jasper Hale, pero llámeme Jasper.
Después de un segundo de vacilación, Bella estrechó su mano.
—Estás temblando —dijo él, mirándola con cara de preocupación.
Bella metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, diciéndose a sí misma que debía relajarse. ¿Qué podía pasar? Que los de Seguridad la echaran de allí con cajas destempladas sería una nueva experiencia. Aunque su última nueva experiencia no había terminado siendo tan buena al final, por muy agradable que le hubiese parecido en el momento.
—He venido desde muy lejos para ver al señor Cullen —insistió. En realidad, sólo había tenido que hacer trasbordo en el metro, pero no veía nada malo en exagerar un poco dadas las circunstancias—. Y no pienso irme hasta que lo vea, lo digo en serio.
Desearía sentirse tan resuelta como quería aparentar, pero al menos le había salido bien.
—Te creo —dijo Jasper—. Y haré lo que pueda, pero… —luego se encogió de hombros, como diciéndole que se preparase para una desilusión—. ¿Quieres sentarte un momento?
Bella, a quien le gustaría estar en cualquier otro sitio, donde fuera, se dejó caer sobre una de las sillas pegadas a la pared.
Después de llamar suavemente a la puerta del despacho del que acababa de salir, Jasper desapareció en el interior. Desde donde estaba, Bella pudo oír la voz de Edward Cullen y su corazón, de nuevo, empezó a hacer de las suyas. Su voz le recordaba cosas que quería olvidar… lo cual sería más fácil si él no estuviera al otro lado de la pared.
Tal vez había sido un error ir allí personalmente, pensó. Tal vez una carta, un correo electrónico o algo que no la hubiera puesto en contacto directo con aquel hombre habría sido más acertado.
Bella no se dio cuenta de que se levantaba o que cruzaba la habitación, pero debió hacerlo porque de repente estaba frente a la puerta.
El despacho era grande, pero no se fijó en las paredes forradas de roble o en el ventanal que ofrecía una panorámica del río Támesis. Sólo le pareció ver una mezcla de diseño contemporáneo y muebles antiguos antes de ir directamente a la alta figura de hombros anchos que estaba de espaldas a ella, ligeramente de perfil.
El hombre con el que había pasado una noche llevaba el pelo largo y tenía sombra de barba. Era un ser elemental como la tormenta que retumbaba fuera mientras hacían el amor.
Aquel hombre, sin embargo, iba perfectamente afeitado y llevaba el pelo muy corto. Los vaqueros gastados habían sido reemplazados por un traje de chaqueta gris de diseño italiano… sí, era el epítome de la elegancia y la sofisticación.
De repente, aquello ya no le parecía una obligación o una formalidad, sino un error mayúsculo. Bella sintió el deseo de salir corriendo y se hubiera dejado llevar por ese instinto si sus piernas le respondieran.
—¿Quieres que cierre la puerta? Ella está ahí fuera y—
—No, déjala abierta, Rosalie no entiende el concepto de «menos es más» cuando se trata del perfume.
Bella, al ver que Edward arrugaba la nariz con desagrado, se preguntó si aquel gesto tenía que ver con la repugnancia al exótico aroma o con la persona a la que le recordaba.
Desde que leyó aquel artículo en el periódico sobre la relación de Edward con Rosalie había estado preguntándose si sería el hermoso rostro de la actriz el que veía mientras hacía el amor con ella esa noche. Las dulces palabras en italiano que la habían derretido podrían ir dirigidas a otra persona, alguien que fuera de verdad bella mia, su preciosa ex prometida, salvo que lo de ex era parte de la cuestión.
—Mira, siento mucho lo de Rosalie, pero…
—No tienes que darme ninguna explicación, Jasper. Cuando Rosalie quiere algo lo consigue sea como sea. Supongo que la noticia de su presencia aquí se filtró a la prensa.
—Me temo que sí. Aunque ya sabes de dónde salió la filtración.
—Ella nunca pierde una oportunidad de salir en las revistas, lo sé.
—Sobre esta chica, Edward, ha venido de muy lejos para verte… ¿no podrías recibirla un momento? No tienes que darle el trabajo, sólo hablar con ella.
Bella entendió por fin la razón para las puertas abiertas… pensaban que había ido a solicitar un puesto de trabajo.
Aquello podría haberla hecho reír de no ser porque la respuesta de Edward fue un bufido de desdén.
—Ya te dije claramente que no quería una ayudante, sino un ayudante.
—Pero los de la agencia no podían decir eso, ¿no? Los hubieran acusado de discriminación sexual.
—¿Por eso se incluyó una mujer en la lista? ¿Para quedar bien?
Edward Cullen se acercó al escritorio, su rostro reflejando una enorme irritación, para tomar una piedra de color verde con vetas doradas que empezó a pasarse por las manos.
Y, mientras lo observaba, Bella se pasó la lengua por los labios, nerviosa, como si esos dedos estuvieran tocando su piel, dejando un rastro de fuego…
—¿Es la roca que trajiste del Himalaya?
—Sí —Edward miró la piedra que tenía en la mano con expresión indescifrable.
No era difícil para Bella imaginarlo colgando de una pared rocosa porque parecía un hombre al que le gustaba saltarse los límites, probarse a sí mismo.
—Menuda experiencia, ¿eh? —sonrió Jasper—. Yo no llegué a la cumbre, pero la próxima vez no pienso acobardarme. Quiero ver el mundo desde arriba.
Edward dejó caer la piedra sobre el escritorio.
—Pero yo no lo haré más.
En cuanto lo hubo dicho, se arrepintió. Le desagradaba la autocompasión en los demás y mucho más en sí mismo.
—Lo siento. No puedo abrir la boca sin…
—¿Recordarme que soy ciego? El hecho de que tú lo hayas olvidado es lo que te mantiene aquí. Eso y que tu aspecto de niño bueno engaña a la competencia y le da un falsa sensación de seguridad. Tú eres la única persona que no me tiene envuelto entre algodones.
Aunque había habido otra persona.
Edward cerró los ojos, pero eso no sirvió de nada. A veces pensaba que era un invento de su imaginación, pero su imaginación no sería capaz de conjurar recuerdos tan vividos. Oía su voz diciéndole cosas que nadie más se había atrevido a decir, pero cada palabra y cada acusación habían sido totalmente acertadas.
«Cobarde» quizá había sido un poquito duro pero… una sonrisa iluminó sus facciones. Su respuesta entonces no había sido tan tolerante u objetiva.
Aquella chica se había convertido en el inocente, pero provocativo, foco de toda la rabia e impotencia que lo consumían. Tal vez por culpa de su voz. Tenía una voz suave, ronca, una voz que podía meterse en la piel de un hombre.
Ella le había dicho cosas que nadie más le hubiera dicho, cosas que necesitaba escuchar. Había tirado sus defensas con un par de observaciones y lo había hecho sentir lo que no quería sentir: dolor.
Acostarse con ella había sido increíble; un error, pero la clase de error que le gustaría cometer otra vez.
—Todos te tratan con guantes de seda —estaba diciendo Jasper— porque les das miedo. Y eso no ha cambiado desde el accidente.
—¿Sugieres que no soy un hombre justo, que soy un matón? —preguntó Edward, más interesado que ofendido.
—No, sugiero que eres un hombre que se pone metas muy altas y espera que los demás se esfuercen de igual forma. Pero no todo el mundo tiene tu concentración ni tu capacidad de trabajo.
Había hecho falta algo más que eso para que Edward superare los terrores que había despertado la ceguera.
Había hecho falta una voluntad de hierro.
—Bueno, sobre esa chica…
Edward, impaciente, empezó a golpear el escritorio con los dedos.
—Ya sabes cuál es mi opinión sobre estas cosas. ¿Para qué voy a perder el tiempo?
—Fue incluida en la lista por error. Se llama Bella… ¿no podrías verla un momento? —en cuanto lo hubo dicho, Jasper dejó escapar un suspiro—. Bueno, quiero decir…
Él levantó una ceja, irónico.
—Sé lo que has querido decir, Jasper. Y me gustaría que dejaras de preocuparte tanto por no herir mis sentimientos. Pero no, no voy a verla. No creo que se me pueda acusar de discriminación sexual en esta empresa. ¿No tenemos más ejecutivas que cualquier otra compañía?
—Sí, pero…
—Yo no tengo ningún problema para contratar mujeres, al contrario. Pero no quiero una en mi despacho.
La idea de que unos dulces ojos llenos de compasión, unos ojos que no podía ver, lo siguieran por la oficina le parecía intolerable.
—Esta podría ser diferente.
—¿Quieres decir que no sería compasiva, que no intentaría protegerme como una madre? Por muy grosero que fuera con ella…
—Y lo serías.
—Eso da igual.
 —Se enamoraría de ti, claro. Ojalá me pasara eso a mí —rió Jasper.
Edward hizo un gesto de desdén.
—Por favor, no confundas la sensiblería con el amor.

Capítulo 10


Capítulo 10
Los personajes pertenecen a S.M y la historia a Lynne Graham.



A LA MAÑANA siguiente, Edward llevó a Bella al ginecólogo.
Edward la desconcertó preguntando un mon tón de cosas, que el médico contestó al detalle.
Bella se sintió como un útero con piernas y le dolió muchísimo que Edward diera muestras de interés por su hijo ante una tercera persona y no ante ella.
Se preguntó si no sería que lo había hecho para guardar las apariencias.
En los tres interminables días siguientes, Bella se sumió en una total infelicidad. Edward se iba a tra bajar al amanecer y volvía muy tarde por la noche. No desayunaba ni comía ni cenaba con ella y no hacía ningún esfuerzo por reducir la tensión que se había instalado entre ellos.
Sin embargo, la llamaba un par de veces al día para ver qué tal estaba. Parecía que eso era lo único que le importaba y que no estaba dispuesto a hacer nada más. Desde luego, la puerta que había entre sus habitaciones estaba cerrada a cal y canto. Bella se despertó el cuarto día cuando amane ció, se duchó y se vistió para correr escaleras abajo y poder desayunar con él.
-¿Qué haces levantada a estas horas? -le pre guntó él frunciendo el ceño.
-Quería verte. Si no desayuno contigo, iba a te ner que ir al banco e interrumpir tu jornada laboral, algo que me prohibiste hace tiempo -sonrió.
Edward la miró y sonrió levemente.
-Te voy a echar de menos -confesó Bella ha ciendo un esfuerzo.
-¡No quiero oírlo! -exclamó Edward dejando el periódico a un lado y poniéndose en pie.
Bella lo miró con los ojos muy abiertos.
-No me lo creo. Cuando quiera algo contigo, te lo haré saber.
Bella lloró de humillación mientras la limusina se alejaba.
Ya había soportado bastante. ¡No iba a consentir que Edward la tratara como una prostituta con la que podía compartir la cama siempre que a él le diera la gana!
No debería haber ido con él a Cerdeña. Había sido un gran error.
Edward ya le había dejado claro para entonces que la despreciaba, pero ella se ha bía negado a ver la realidad.
Decidió irse de Suiza, pero antes de hacerlo te nía que limpiar su nombre para que Edward enten diera que se había equivocado con ella.
Mientras se paseaba por su habitación, se dio cuenta de que sólo había una manera de hacerlo. Tenía que hablar con un abogado para que le re dactara un documento legal en el que quedara claro de una vez por todas que sus intenciones no eran pecuniarias.
Jasper Hale estaría muy contento de que fir mara ante él la renuncia a los billones de los Cullen antes de irse de Suiza con su dignidad intacta.
Cuando llegó al bufete del abogado aquella misma mañana, una secretaria la llevó a su despa cho inmediatamente. A Bella le sorprendió que Jasper la recibiera tan deprisa y la dejó anonadada que el abogado la recibiera con amabilidad y le diera las gracias por ir.
-Alice quería ir a vuestra casa para pedir per dón, pero yo me había pasado tanto contigo que creí que era mejor dejar que la tempestad pasara -se disculpó Jasper-. Te amenacé y te asusté, pero quiero que sepas que no suelo tratar así a las muje res.
-Estoy segura de ello -contestó Bella.
-Cuando Edward se dio cuenta de que te habías ido por mi culpa, se puso como una fiera y con toda la razón.
-No fue culpa tuya.
-Sí, sí lo fue -insistió Jasper-. Me metí en algo que no me concernía. Ahora que lo entiendo todo, comprendo que había algo entre Edward y tú de lo que yo no sabía nada. Por eso, acudí en su rescate -rió-. Como si Edward necesitara que alguien lo res catara.
-Hubo una serie de malos entendidos, eso fue todo. Ahora, todo ha terminado. En realidad, he venido a verte por algo completamente diferente-le dijo Bella consiguiendo tapar su dolor con una falsa calma
-. Necesito que un abogado me re dacte un documento legal y necesito que lo haga bastante deprisa.
Tras haberle contado lo que quería, Jasper la miró atónito.
-Esto es un conflicto de intereses para mí. No puedo representarte a ti y a Edward. Necesitas otro abogado.
-Muy bien -contestó Bella poniéndose en pie.
-Espero que algún día seamos amigos y como amigo te aconsejo que no hagas lo que me has di cho que quieres hacer -se despidió el abogado-. Me temo que Edward no lo entendería y se sentiría dolido.
Mientras volvía a casa, Bella se dio cuenta de que Jasper era un buen hombre. No tenía nada que ver con Edward, que era frío y distante. Era imposible que el abogado entendiera que era imposible hacer daño a Edward.
La única que estaba sufriendo allí era ella.
De repente, se preguntó por qué se tomaba tan tas molestias para quedar bien a los ojos de Edward. Al fin y al cabo, no la quería, tenía muy mala opi nión de ella e incluso verla en el desayuno lo ponía de mal humor.
Le costaba creer que pocos días atrás hubiera sido tan feliz con él y lo que ya le resultaba impo sible de creer era que hubiera pensado que aquello era un bache del que podrían salir bien parados.
El problema con Edward Cullen era que Bella estaba dispuesta a aceptar lo que fuera, aunque fueran unas migajas, y eso era exactamente lo que había conseguido.
Sin embargo, había llegado el momento de ac tuar como una mujer madura y adulta, tenía que pensar en sus necesidades y tenía que acabar con una relación que le estaba haciendo mucho daño.
Ahora comprendía que Edward jamás le contaría a su hermana la verdad de su matrimonio. Aunque quisiera ocultarlo porque lo veía como una debili dad, Edward era un hombre de honor.
Se había agarrado a aquella excusa para estar con él, pero había llegado el momento de cortar por lo sano, de sacar la dignidad del armario en el que la había encerrado. Edward le hacía daño y debía separarse de él.
Al oír el teléfono del coche, sintió mariposas en el estómago.
-Por favor no me preguntes cómo me encuen tro, porque sé que no te importa lo más mínimo -le espetó-. ¡Me voy y espero que tú y tu dinero seáis muy felices!
Dicho aquello, colgó el teléfono con manos temblorosas. No se podía creer que acabara de de cirle aquello, pero era lo que se merecía. Era la úl tima vez que jugaba con su amor. Aquel amor se lo iba a llevar su hijo.
El teléfono volvió a sonar, pero Bella no con testó. Entonces, sonó su teléfono móvil, pero lo apagó. No había nada más que decir.
Media hora después, estaba en su habitación haciendo las maletas cuando la puerta se abrió con un gran estruendo y entró Edward.
-¡No te puedes ir! ¡No lo podría soportar!
Aquello tomó a Bella por sorpresa.
-¿Tienes idea de cómo lo pasé la otra vez?
Atónita ante aquel arranque de sinceridad en un hombre que jamás demostraba sus sentimientos, Bella negó con la cabeza lentamente.
-La primera semana, creí morir. Me habías abandonado dejándome una carta de cuatro líneas como quien se disculpa por no poder acudir a una cena -le explicó-. No me lo podía creer. No sabía dónde estabas. ¡Casi me vuelvo loco!
Bella no se podía creer lo que estaba escu chando.
-Nunca pensé que te fueras a sentir así...
-Deberías haberme contado la verdad sobre nuestro matrimonio.
Bella se dio cuenta de que tenía razón en eso, pero nunca se le ocurrió que su ausencia lo iba a hacer sufrir.
-Confiaba en ti -continuó Edward mirándola con intensidad-. Admito que no tenía más remedio al principio, pero nuestra relación iba bien y bajé la guardia rápidamente. Creí que éramos una pareja. Pensaba en ti como en mi esposa y, de repente, todo se acabó.
Bella sintió que se le formaba un doloroso nudo en la garganta.
-Supongo que pensarás que soy una egoísta, pero te aseguro que jamás se me pasó por la imagi nación que me fueras a echar de menos...
-¿Te crees que soy un témpano de hielo? -se rió Edward con amargura.
-Eres un hombre demasiado controlado y muy disciplinado.
-Me educaron para ser fuerte y para no mos trarme jamás vulnerable a los ojos de una mujer. Mi abuelo y mi padre pasaron por matrimonios de sastrosos y me influenciaron enormemente. Para cuando Clemente quiso hacerme cambiar de opi nión, ya era demasiado tarde. Por eso redactó aquel testamento de locos, fue su último intento para abrirme los ojos, para hacerme comprender que, si hacía un esfuerzo y me arriesgaba, podría reescribir la historia de la familia y tener un matri monio feliz.
-Bueno, eso no le ha salido bien -contestó Bella al borde de las lágrimas-, pero al menos no has perdido el Castello Cullen.
-Quiero que sepas que venía hacia casa cuando me ha llamado Jasper.
-¿Por qué los hombres siempre os aliáis?
-¿Porque tenemos miedo? Cuando me ha deta llado el documento que querías que te redactara, he comprendido avergonzado hasta dónde te he hecho llegar.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué no estás contento? No entiendo por qué estás avergonzado. Lo que yo quería era dejar por escrito que no pienso recla marte jamás nada.
-Pero tienes todo el derecho del mundo a com partir lo que yo tengo.
-¡Quiero que te quede claro que ni quiero ni ne cesito nada de ti!
Edward tomó aire y echó los hombros hacia atrás.
-Te acusé de ser una cazafortunas porque, así, me evitaba el tener que enfrentarme a lo que real mente sentía por ti.
-No entiendo.
-Cuando tenía amnesia, me acostumbré a estar contigo. Cuando recobré la memoria, me enfadé contigo porque me habías engañado.
-No fue ésa mi intención -se lamentó Bella-. En cualquier caso, para mí no fue eso lo que pasó entre nosotros -protestó.
-Me engañaste y, a partir de entonces, no me fío de mí mismo en lo que a ti respecta. Sin embargo, a pesar de que no me fiaba de ti, seguía deseán dote, seguía queriendo estar contigo y no sola mente por el sexo.
-Pues a mí me dijiste que era sólo por eso—con testó Bella algo esperanzada.
-Era mentira... estaba... estaba...
-¿Qué?
-¡Asustado! -admitió Edward-. Estaba asustado. Jamás me había sentido así, pero en Cerdeña volví a confiar en ti y comencé a relajarme.
-Y entonces fue cuando te dije que estaba em barazada.
-De nuevo me habías ocultado la verdad. Ojalá me lo hubieras contado inmediatamente. Jamás había estado tan bien con una mujer, pero durante aquella maravillosa semana tú me estabas ocul tando que íbamos a tener un hijo. Aquello me dolió mucho y me hizo preguntarme qué otras cosas me estarías ocultando.
-Me daba miedo tu reacción -se defendió Bella.
-Tendrías que haber sido sincera conmigo. Volví a perder la confianza en ti y, a partir de ese momento, todo se volvió una locura.
-El que te volviste loco fuiste tú -lo corrigió Bella-. Sin embargo, te perdono. No me ofende que no quieras tener un hijo que no habías planeado; tener conmigo...
-Quiero tener ese hijo, pero me daba miedo que me estuvieras engañando de nuevo -admitió Edward-. Desde entonces, no he dejado de luchar conmigo mismo. Aunque te parezca una tontería, no puedo dejar de preguntarme si lo único por lo que estabas conmigo era por el niño.
-A mí me ha pasado lo mismo -murmuró Bella.
-Eso me llevó a acusarte de cosas que sabía que no eran ciertas -se disculpó Edward-. Nunca dudé de que el niño fuera mío, pero me daba miedo que volvieras a hacerme daño, así que decidí hacértelo yo primero.
Bella no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿De verdad Edward acababa de decir que le había hecho daño?
-Ya no puedo seguir luchando contra lo que siento por ti. ¿Me das otra oportunidad?
Bella sintió que se le saltaban las lágrimas y negó con la cabeza.
-Por favor -suplicó Edward estrechándole las ma nos.
Bella volvió a negar con la cabeza.
-¿No te das cuenta de lo importante que es para mí? Me lo dijiste en Cerdeña y tenías razón. Fui feliz viviendo tu cuento, más feliz de lo que había sido jamás.
Bella lo miró a los ojos sorprendida.
-Imagínate mi decepción cuando me di cuenta de que el cuento era mentira, de que nunca me ha bías amado cuando yo ya me había hecho a la idea y me gustó.
-¿De verdad? -preguntó Bella con voz tré mula.
-Me había enamorado de ti, pero nunca me ha bía enamorado antes y no supe reconocer lo que me estaba sucediendo. Pensaba en ti incluso du rante las reuniones más importantes.
-¡Madre mía! -exclamó Bella pasándole los brazos por el cuello-. Yo también te quiero. Te quiero tanto... te voy a hacer muy feliz.
Edward la abrazó con fuerza y así permanecieron, fundidos en un abrazo, durante un buen rato, dis frutando de una proximidad que ambos habían creí do perdida.
-Estoy tan a gusto contigo -murmuró Edward.
-¿Ves cómo quererme no es tan malo?
—Lo es cuando desapareces y me amenazas con abandonarme.
-Te prometo que no volverá a suceder -declaró Bella solemnemente.
Edward la besó en la boca con ternura.
-Creo que hace cuatro años me di cuenta de lo peligrosa que podrías llegar a ser para un soltero, cara mia.
-Entonces, era algo inmadura para ti, pero me enamoré en cuanto te vi.
-Aunque no quise admitirlo ni siquiera a mí mismo, me sentía profundamente atraído por ti. Por eso volví varias veces a la peluquería en la que trabajabas -confesó Edward-. Sin embargo, después de casarnos, decidí no volver porque no me fiaba; de mí mismo.
-¿De verdad?
-De verdad. Sin embargo, todavía sigo llevando tu fotografía en la cartera -murmuró Edward.
Bella sonrió encantada.
-Me encantaría verte vestida de novia. Debería mos volvernos a casar.
-Me encantaría... -contestó Bella sincera mente-, pero vamos a tener que esperar a que nazca el niño.
-Da igual -contestó Edward sin pensárselo dos ve ces.
Once meses después, Bella y Edward renovaron sus votos en una preciosa capilla situada muy cerca del Castello Cullen.
La feliz pareja sólo tenía ojos el uno para el otro. Después de la ceremonia, siguió una maravi llosa comida y una alegre fiesta a la que asistieron las mejores amigas de Bella, Victoria y Jane, con sus maridos, James y Dimitri.
Alice y Jasper Hale se sentaron en la mesa de los novios porque en el último año Bella y Alice se habían hecho muy amigas.
Por supuesto, también estaba su hermana Emma y el invitado de honor fue Anthony, el miembro más joven de la familia Cullen, que apenas contaba tres meses de vida y se pasó la mayor parte de las celebraciones durmiendo.
Aquella noche, Bella lo arropó mientras obser vaba el pelo cobrizo que había heredado de su padre y se decía que también tenía su misma sonrisa.
Lo cierto era que su vida era maravillosa. Se ha bían trasladado a vivir al Castello y Edward viajaba cada vez menos para poder estar más tiempo con su familia.
-Qué bonita vista... -dijo su marido a sus espal das.
-Ya sé que está mal decirlo porque es nuestro hijo, pero, ¿verdad que es muy guapo?
-No me refería a Anthony, amata mía.
-¿Ah, no? -dijo Bella viendo el deseo en los ojos de su marido y quedándose sin aliento.
-Estás guapísima y me siento increíblemente orgulloso de que seas mi mujer -contestó Edward con satisfacción-. ¿Te das cuenta de que hoy es nuestra noche de bodas porque la primera vez no tuvimos?
Bella lo abrazó y lo besó mientras Edward la to maba en brazos y la llevaba al dormitorio.
-¿Me sigues queriendo? -le preguntó emocio nada.
-Cada día te quiero más -sonrió Edward.
Con el corazón henchido de felicidad, Bella le pasó los brazos por el cuello y lo atrajo hacia sí.
FIN

martes, 19 de abril de 2011

Vota por una Nueva Adaptación

Las participantes son:

1. Un corazón inalcanzable

Resumen :

Edward Cullen, conde de Cazlevara, ha vuelto a Italia para buscar una
mujer tradicional. Y Isabella Swan, una chica de su pueblo, leal y discreta,
es perfecta para él.
Isabella se asombra cuando su amor de la adolescencia le propone
matrimonio… a ella, el patito feo. Bja, desgarbada y más bien torpe,
Isabella se había resignado estoicamente a seguir soltera.
Pero Edward es persuasivo… y muy apasionado. Le propone matrimonio
como si fuera un acuerdo de negocios, pero pronto despierta en Bella un
poderoso y profundo deseo que sólo él puede saciar…

2. Amor en Brasil

Resumen:

Las cicatrices son el único recuerdo que Edward Cullen tiene de
la vida que llevaba en Brasil. Siempre esquivo con la prensa, ha
elegido vivir solo. Pero, entonces, ¿cómo se le ha ocurrido
contratar a un ama de llaves? ¡Pues porque nunca ha podido
resistirse a una belleza de aire desvalido!
Isabella Swan se queda fascinada con su jefe y se deja
llevar con agrado hasta su cama, pero Edward tiene secretos…

3.Ciegos al amor:

Resumen:

Cuando pueda verla, ¿seguirá deseándola?

El multimillonario Edward Cullen había perdido la vista al rescatar a una niña de un coche en llamas y la única persona que lo trataba sin compasión alguna era la mujer con la que había disfrutado de una noche de pasión. ¡Pero se quedó embarazada!

Y eso provocó la única reacción que Isabella no esperaba: una proposición de matrimonio. Él no se creía enamorado, pero Bella sabía que ella sí lo estaba. Y cuando Edward recuperó la vista, Bella pensó que cambiaría a su diminuta esposa por una de las altas e impresionantes rubias con las que solía salir…


Capítulo 8


Capítulo 8

Los personajes pertenecen a S.M y la historia es de Lynne Graham

AL DÍA siguiente, Bella tampoco tuvo ga­nas de desayunar. Tenía náuseas y no era la primera vez que le ocurría en los últimos días. ¿Tendría algún virus? Lo cierto era que no se sentía enferma sino, más bien, como si algo no fuera bien.

De repente, se dio cuenta de que su cuerpo se estaba comportando de manera extraña. Calculó rápidamente con los dedos y se dio cuenta de que se le había retrasado el periodo. Volvió a contar, pero lo cierto era que nunca había controlado los ciclos y así era imposible tener las fechas claras.

Se dijo que se estaba equivocando, pero enton­ces se dio cuenta de que nunca había tomado medi­das para no quedarse embarazada. Edward tampoco.

Jamás se le había ocurrido que pudiera concebir un hijo. ¿A Edward tampoco se le había ocurrido? ¿Ha­bría asumido que estaba ella tomando la píldora?

No pasaba nada. En el último mes se había acostado con él sólo una vez. Las posibilidades de haberse quedado embarazada eran mínimas. Ade­más, había leído en el periódico que la tasa de fer­tilidad iba en descenso.

Decidió que el estrés había alterado su ciclo menstrual y que esa misma alteración estaba ha­ciendo que todo su sistema se alterara y ella se sin­tiera mal.

Esperaría unos días y, si seguía sintiéndose mal, se haría una prueba de embarazo. Mientras tanto, decidió no volver a pensar en ese tema pues no quería volverse loca por algo que no era probable que sucediera.

Humberto le llevó el teléfono. Era Edward.

-Quería haberte llamado ayer por la noche, pero la reunión terminó muy tarde -le dijo su marido.

Bella se enfureció consigo misma por ale­grarse de oír su voz.

-No pasa nada. No esperaba que me llamaras.

-Esta noche tenemos una fiesta.

-Vaya, así que, me sacas una noche por ahí por haberme portado bien, ¿eh? -se burló Bella.

-Algo así, pero prefiero que te portes mal -con­testó Edward-. Te advierto que no me gustan mucho las fiestas.

Mientras se vestía aquella noche, Bella espe­raba con la respiración entrecortada que se abriera la puerta que comunicaba sus dos habitaciones.

Se había puesto un vestido verde con los hom­bros al descubierto que acentuaba la perfecta pali­dez de su piel.

La puerta nunca se abrió, así que bajó las esca­leras y se encontró con Edward en el vestíbulo.

-Estás muy bien -le dijo mirándola de arriba abajo con interés.

Bella se sonrojó.

-No hace falta que parezca que estás sorpren­dido.

-Se me había pasado por la cabeza que ibas a intentar ganar puntos poniéndote algo totalmente inapropiado -admitió Edward.

-Nunca haría algo tan infantil -contestó Bella-. Por cierto, me he vuelto a poner la alianza -ca­rraspeó.

-¿Por qué no? Te lo has ganado -se burló Edward.

Bella se sonrojó como si la hubiera abofeteado.

-¡Cuando me hablas así, te odio!

Edward se rió.

-Es tradición en mi familia que el odio prolifere entre las parejas casadas.

-Tu madre se enamoró de otro hombre, pero eso no quiere decir que odiara a tu padre.

-¿Ah, no? Ya estaba enamorada de ese hombre cuando se casó con mi padre. El amor de mi padre se tornó odio cuando se dio cuenta de la verdad.

-Entonces, ¿por qué diablos se casó con él?

-Por el dinero -contestó Edward guiándola a la li­musina que los estaba esperando-. Mi abuela fue igual de ambiciosa, pero tenía más principios. Ella le dio a mi abuelo, Clemente, un hijo y luego le dijo que había cumplido con su deber. Aunque siguieron viviendo juntos hasta que murieron, no volvieron a hacer vida marital.

-Desde luego, parece que tu madre hizo mal al ca­sarse con tu padre, pero tal vez hubiera presiones que tú no conoces o puede que ella creyera que estaba haciendo lo correcto y se convenciera de que algún día llegaría a amar a tu padre -dijo Bella intentando que Edward fuera menos duro con los errores de los demás.

-Esa posibilidad nunca se me había ocurrido -contestó él con sequedad—. ¿Y tú crees, entonces, que me tuvo con la esperanza de aprender a que­rerme también?

Bella se dio cuenta de que estaba poniendo su teoría en ridículo.

-Lo único que te estoy diciendo es que en un matrimonio infeliz siempre hay dos versiones que escuchar y que, además, podría haber habido cir­cunstancias que desconoces... sólo estaba inten­tando animarte.

-No necesito que me animes -contestó Edward con acidez-. Ni siquiera me acuerdo de mi madre. Murió antes de que yo cumpliera cuatro años.

-¿Cómo?

Edward se encogió de hombros.

—Se ahogó.

-Siento mucho que no tuvieras oportunidad de conocerla. Supongo que pensarás que soy una sen­timental, pero si supieras lo que daría por poder hablar con mi madre durante sólo cinco minutos... daría lo que fuera...

-Si no eres capaz de sufrir en silencio -la inte­rrumpió Edward-, prefiero ir a la fiesta solo.

-Creo que eso sería lo mejor -contestó Bella con un nudo en la garganta-. Me parece que no quiero pasar ni un minuto más en compañía de una persona tan fría como tú.

-Ya casi hemos llegado al aeropuerto, así que cálmate. Eres demasiado emocional.

-No como tú, ¿verdad? -le espetó Bella-. Para que lo sepas, yo no me avergüenzo de mis senti­mientos.

-Yo no te estoy diciendo que te avergüences, sólo te estoy pidiendo que los controles -insistió Edward.

-Quería mucho a mis padres y los echo mucho de menos. Me enseñaron a pensar lo mejor de la gente y, aunque pronto aprendí que el mundo no es el mejor sitio...

-¿Quién te enseñó eso?

-Mandy, la prima de mi padre. En cuanto se en­teró de que nuestros padres habían muerto, tomó la iniciativa. Convenció a los servicios sociales de que era la persona perfecta para hacerse cargo de nosotras. Yo era muy pequeña y me daba mucho miedo que me separaran de mi hermana. Así que nos fuimos a vivir con Mandy a una casa alquilada muy grande -recordó Bella.

-¿Y?

-Mandy y su novio nos quitaron todo el dinero que pudieron. Se gastaron el dinero que tenían mis padres, que no era mucho, pero hubiera sido sufi­ciente para que Emma y yo hubiéramos vivido unos cuantos años sin preocupaciones. Cuando se acabó, simplemente se fue y nunca volvió.

-Supongo que llamarías a la policía. Eso es un delito.

-El dinero había desaparecido y eso ya nadie lo iba a cambiar. Además, tenía cosas más importantes de las que preocuparme... como encontrar una casa más barata y ocuparme de mi hermana -se de­fendió Bella.

En un inesperado gesto de solidaridad, Edward la agarró de la mano.

-Confiaste en Mandy porque era de tu familia. Supongo que su traición fue espantosa.

-Sí... -contestó Bella dándose cuenta de que tenía unas horribles ganas de llorar.

-Cuando tenía amnesia, no tuve más opción que confiar en ti -murmuró Edward-. Creía que eras mi esposa...

Bella se soltó de su mano con violencia.

-No hace falta que digas más... he entendido el mensaje. Yo lo único que hice fue intentar actuar como si fuera tu esposa. No me acosté contigo por ningún otro motivo ni tengo intención de enrique­cerme con nuestro matrimonio.

-Sólo el tiempo demostrará si eso es verdad.

-¿Qué te pasa? ¿Tienes algún problema? Eres un hombre increíblemente guapo, pero parece que te cuesta aceptar que las mujeres te quieran por ti mismo -le espetó Bella.

-Tampoco tengo mal cuerpo -bromeó Edward.

De repente, Bella explotó.

-Ésa es una de las cosas que no puedo soportar de ti. Siempre tienes que decir la última palabra. Estás tan convencido de que tú nunca te equivocas que me echas a mí la culpa de todo. ¡ Si el cielo se cayera ahora mismo sobre nosotros, dirías que ha sido culpa mía!

-Bueno, ahora que lo dices, gritar provoca ava­lanchas.

Bella tomó aire para intentar controlarse y en ese momento el chofer abrió la puerta.

-¡Te odio! -le dijo Bella mientras se sentaba en el helicóptero.

Edward se inclinó sobre ella y la besó.

-Sólo estaremos media hora en la fiesta.

Bella estaba alterada y asustada por la intensidad de sus emociones. Miró en su interior y entendió por qué se había peleado con él, por qué intentaba mantener las distancias. Edward tenía un increíble poder sobre ella, podría hacerle daño y, aun así, ella seguía amándolo.

-Edward...

-Te deseo con todo mi cuerpo. En Londres, apenas dormía, pero ahora vuelves a ser mía y seguirás siéndolo hasta que yo lo decida.

El helicóptero aterrizó en un impresionante yate; cuyos dueños les dieron la bienvenida como si fue­ran príncipes.

A pesar de que había mucha gente, Bella sólo tenía ojos para Edward, pero él se tuvo que ausentar cuando su anfitrión insistió en que quería presen­tarle a un viejo amigo.

A su vez, la anfitriona le presentó a Bella a un sinfín de invitados. Los colores de los vestidos y los brillos de las joyas le nublaban la visión, así que parpadeó, pero el vaivén del barco la estaba mareando.

Bella se giró buscando un sitio donde sentarse, pero ya era demasiado tarde. Cuando recobró la consciencia, Edward estaba a su lado.

-Tranquila, cara. Nos vamos a casa —le dijo to­mándola en brazos y despidiéndose de los preocu­pados anfitriones-. Nunca había visto una actua­ción tan buena -añadió una vez a solas.

Bella se dio cuenta de que Edward creía sincera­mente que lo había fingido todo porque él quería irse pronto de la fiesta.

El movimiento del helicóptero no hizo sino acrecentar sus náuseas y no le apetecía hablar. Ya tenía suficiente con preguntarse a sí misma por qué se había desmayado. Jamás se había desmayado antes, pero recordó que su amiga Victoria le había di­cho que aquello era normal durante los primeros meses de embarazo.

Al llegar a casa, Edward se apresuró a ayudarla a bajar del helicóptero.

-Ha sido un desmayo buenísimo -sonrió con sensualidad-. Incluso yo me lo he creído al princi­pio.

-No lo he fingido -contestó Bella apoyándose en él porque las piernas no la sostenían-. Me he ma­reado porque no estoy acostumbrada a los barcos.

-Pero si sólo has estado un cuarto de hora -dijo Edward sorprendido.

Una hora después, Bella estaba acostada y Edward la estudiaba con atención desde los pies de la cama.

-Ahora ya me encuentro mucho mejor, me gus­taría levantarme -dijo Bella.

-La gente sana no se desmaya -contestó Edward-. En cuanto la doctora diga que estás bien, podrás levantarte.

-¿Qué doctora?

En ese momento llamaron a la puerta.

-Supongo que será ella. La llamé desde la limu­sina para decirle que viniera a casa.

-No quiero un médico -dijo Bella presa del pánico-. ¡No necesito a ningún médico!

-Eso lo decido yo.

-¿Y a ti qué más te da?

-Soy tu marido y soy responsable de tu bienes­tar aunque tú no me lo agradezcas.

Bella se sintió culpable y no dijo nada más mientras Edward abría la puerta y aparecía una mujer mayor de pelo cano.

-Me gustaría estar a solas con la doctora -anun­ció Bella al ver que Edward no se iba.

Contestó a las preguntas de la doctora con sin­ceridad y dejó que la examinara.

-Creo que usted ya sospecha lo que le ocurre -sonrió la mujer al cabo un rato-. Está usted em­barazada.

Bella palideció al pensar en el horror que aque­lla noticia iba a provocar en Edward.

-¿Está segura?

La doctora asintió.

-Prefiero no decírselo todavía a mi marido -le confesó Bella.

Su cuerpo la había sorprendido. Iba a tener un hijo con Edward. Quizás, fuera un niño de pelo cobrizo y sonrisa irresistible o una niña que tuviera sus preciosos ojos verdes y la creencia de que era la dueña del mundo.

Sí, iba a tener un hijo con Edward y estaba conven­cida de que él la iba a odiar por ello. De hecho, cuando entró en la habitación, Bella no pudo mi­rarlo a los ojos e intentó levantarse de la cama.

-¿Qué haces? -le preguntó.

-Ya estoy mejor y me voy a vestir.

Edward le cerró el paso y la obligó a volver a la cama.

-No, la doctora ha dicho que tienes que comer y que dormir mucho y me voy a asegurar de que si­gas sus consejos.

-La benevolencia no te queda bien -le espetó Bella mientras Edward vigilaba que se tomara la de­liciosa comida que le habían llevado en una ban­deja con flores.

Edward sonrió de una manera que hizo que a Bella le diera un vuelco el corazón.

-Lo hago por mí.

-¿De verdad?

-Vas a tener que estar al cien por cien para cum­plir con mis expectativas. He decidido tomarme unas vacaciones...

-Tú nunca te tomas vacaciones.

—Contigo, una cama y un ordenador puedo to­mármelas.

Bella se sonrojó de pies a cabeza.

-Estoy decidido a olvidarme de ti o a morir en el intento, cara -murmuró Edward con voz ronca.

-¿Y luego qué?

-Luego, te llevaré a Inglaterra y volveré a llevar la vida que llevaba antes, libre y fácil, la vida de un soltero.

Bella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar el dolor.

-¿Y a qué esperas? ¿Por qué no lo haces ya?

-De momento, me lo sigo pasando bien contigo. Eres diferente a las mujeres con las que solía salir.

-¿Hay cabida para cómo me siento yo en todo esto?

-Tú te sientes maravillosamente bien porque yo te hago sentir así y lo sabes -le recordó Edward con crueldad y muy seguro de sus dotes amatorias.

Bella se dejó caer sobre las almohadas y cerró los ojos.

Se dijo que lo mejor era dejarse llevar. Tal vez, Edward nunca se enterara de que había tenido un hijo. ¿Debía decírselo? Lo más seguro era que no se volvieran a ver y ella quería a ese hijo y podía darle mucho amor. Estaba dispuesta a trabajar todo lo que fuera necesario para darle un buen hogar.

¿Cómo podía ser tan cobarde como para no de­cirle inmediatamente a Edward que estaba embara­zada?

-Te dije que no quería nada -susurró Bella en cuanto el vendedor se apartó un poco-. ¿Qué esta­mos haciendo aquí?

-No tienes joyas -contestó Edward-, así que te voy a comprar unas cuantas.

-No es muy inteligente por tu parte -dijo Bella intentando aparentar naturalidad-. Podría salirte mal.

-Ya me ha salido mal. Lo cierto es que cual­quier cazafortunas que se precie no dejaría pasar una oportunidad tan buena como ésta.

Bella lo miró sorprendida y Edward la tomó de la cintura para que no se apartara.

-Por si no te has dado cuenta, acabo de admitir que me equivoqué contigo hace cuatro años -con­fesó-. Ahora comprendo que no te casaste con­migo por dinero.

-¿Lo dices en serio?

-Completamente -contestó Edward indicándole que se sentara en, el elegante taburete que había junto al mostrador-. Hay hombres patéticos que piden perdón con flores.

-¿Ah, sí? -contestó Bella confusa.

Le costaba pensar con claridad pues se encon­traba aliviada y feliz.

-Y hay hombres que jamás piden perdón y que son capaces de comprarte brillantes con tal de ha­certe creer que no están suplicando que los perdo­nes.

Aquello hizo sonreír a Bella, que estuvo a punto de reírse a carcajadas al recordar que una vez Edward le dijo que suplicar era de paletos.

Una hora después, ya en casa, Bella salió a la terraza donde Edward se estaba tomando una copa.

Una enorme higuera proporcionaba sombra y se agradecía porque aunque ya era última hora de la tarde seguía haciendo mucho calor.

-Es cierto que tiene sus ventajas esto de estar contigo —bromeó Bella agitando el reloj de pla­tino que le había comprado.

Edward la miró con una ceja enarcada pues todavía no se podía creer que no hubiera aceptado nada más que aquel reloj.

-Yo hubiera preferido cubrirte de diamantes.

-No me hubieran quedado bien.

-Desnuda hubieras estado como una increíble diosa pagana, bella mía.

Bella sintió que el corazón le daba un vuelco. Jamás nadie le había dicho algo así.

-¿Por qué has cambiado de opinión sobre mí? ¿Por qué ya no crees que sólo busco tu dinero?

-Cuando me dijiste en Londres que me habías devuelto la mayor parte del dinero que te di al ca­sarnos, no te creí, pero lo he comprobado y ese di­nero lleva en la cuenta más de tres años.

-¿Y qué pasó con la carta que le escribí a tu abogado?

-No llegó. Por esas fechas, Jasper se cambió de despacho y tu carta debió de llegar a la antigua di­rección y se perdió. Ahora está muy descontento con todo este tema porque sabe que es el eslabón que falló y que por ello se han producido muchos malos entendidos entre nosotros.

Bella se sentía inmensamente aliviada de que el tema del dinero estuviera por fin arreglado.

-Nunca quise aceptar tu dinero, pero acabé aceptándolo, así que supongo que tu abogado tiene razones para no tener una buena opinión de mí.

-No tiene derecho a emitir un juicio así.

-Me gustaría explicarte un par de cosas. Cuando nos conocimos, mi hermana y yo vivía­mos en una mala zona y sus amigos eran chicos a los que les parecía muy divertido robar en las tien­das. Emma empezó a faltar al colegio y yo no tenía tiempo para controlarla.

Edward la escuchaba con atención.

-No sabía que tuvieras una vida tan dura. Siem­pre estabas alegre.

-Poner mala cara no cambia nada -contestó Bella-. El dinero que nos diste nos permitió em­pezar de nuevo. Alquilé otro piso, abrí la peluque­ría y matriculé a Emma en un colegio mejor. Nues­tros problemas se terminaron. Pude dejar de trabajar por las noches y comencé a quedarme en casa mientras mi hermana estudiaba. Al año siguiente, consiguió la beca y, desde entonces, todo le va bien.

-Deberías estar orgullosa de ti misma. Ojalá me hubieras contado todo esto entonces.

Bella lo miró a los ojos y tuvo que desviar la mirada porque se quedaba sin aliento.

-Entonces, a ti no te interesaba lo más mínimo mi vida.

-No quise conocerte y tú pagaste el precio, pero eso fue entonces y esto es ahora... -dijo Edward aga­rrándola de la mano y besándole la palma.

Bella se estremeció, sintió que le temblaban las piernas y que le ardía la entrepierna. Entonces, Edward le abrió la camisa y le soltó el sujetador.

-Es de día... -murmuró Bella.

-Te sorprendes con facilidad -contestó Edward apoyándola contra la pared caliente por el sol y quitándole el pareo que llevaba como falda-. Tran­quila, ya lo hago todo yo.

Bella lo dejó hacer y pronto estuvo desnuda.

Estaba deseando sentirlo dentro de ella mucho antes de que Edward introdujera sus dedos entre la selva caoba de su entrepierna y la hiciera gemir de placer.

-No pares -gritó Bella.

-Me encanta verte perder el control -contestó Edward levantándola y penetrándola.

Bella jadeó de placer mientras sus cuerpos se imbuían de pasión animal. Tras alcanzar el clímax, Edward la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde se tumbó a su lado y sonrió encantado.

Bella quería gritar a los cuatro vientos lo mu­cho que lo quería, quería que aquel momento no se acabara nunca.

Edward le apartó el pelo de la cara, la besó y la abrazó haciéndola sentirse como la mujer más afortunada del mundo.

-Me encantan tus pechos -confesó Edward po­niéndola a horcajadas sobre él y acariciándoselos-. Juraría que te han crecido desde la primera vez que hicimos el amor.

Bella desvió la mirada presa del pánico.

-No me quejo, no me malinterpretes -añadió Edward-. Ya me he dado cuenta de que te encanta el chocolate suizo.

¡ Edward se creía que había engordado porque estaba comiendo mucho chocolate! Bella intentó apartarse de él, pero Edward se lo impidió.

-No seas tan quisquillosa. Tienes un cuerpo ma­ravilloso -le aseguró-. Me encanta estar con una mujer que come todo lo que le viene en gana.

Además de llamarla gorda, la tenía por una go­rrona. Maravilloso. ¡Ojalá el culpable de que le hu­biera aumentado el pecho en una talla de sujetador fuera el chocolate!

-Me voy a dar una ducha -anunció Bella le­vantándose de la cama.

-¿Por qué tienes tan poca autoestima? -dijo Edward frustrado.

-¡He visto a Tanya y a su lado parezco una vaca lechera! -contestó Bella.

Edward la miró furioso y se levantó de la cama.

-¡Menuda idea! Tanya cumplía con mis necesi­dades, pero tú las provocabas. No puedo dejar de tocarte. Incluso he tenido que tomarme unas vaca­ciones para estar contigo.

Bella sintió que los ojos se le llenaban de lágri­mas.

-Eso es sólo sexo -lo acusó.

Se hizo un terrible silencio durante el cual Bella rezó para que Edward le llevara la contraria, pero él se limitó a mirarla con intensidad con una expre­sión difícil de leer en el rostro.

Bella sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Edward no le había llevado la contraria. ¿Cómo había sido tan ingenua como para creer que lo que había entre ellos era algo más que sexo?

Consiguió sonreír como si le pareciera muy bien que su relación fuera puramente sexual, se metió en el baño y cerró la puerta con pestillo.

Inmediatamente, abrió los grifos de la ducha y se puso a llorar. Lo único que ella le había ofrecido desde el principio había sido sexo y Edward lo había aceptado gustoso.

En ese aspecto, no se había quejado. Llevaban una semana en Cerdeña, siete días en los que no se habían separado. Habían comido en la playa, habían nadado en el mar por la noche, habían compartido cenas románticas, maravillosas siestas e inconta­bles conversaciones.

Estar en compañía de Edward era maravilloso e in­cluso cuando tenía que trabajar un par de horas ella se quedaba leyendo a su lado.

Aquella semana había sido increíblemente feliz para Bella, pero también había sido muy difícil asumir que estaba embarazada de él.

Físicamente, se sentía muy bien, pero tenía que tener cuidado con lo que comía y tenía que descan­sar mucho. Las náuseas se habían evaporado y sólo se había vuelto a marear en una ocasión por levantarse demasiado aprisa.

Edward había empezado a darse cuenta de que su cuerpo estaba cambiando. Ocultarle el embarazo no iba ser posible durante mucho más tiempo. La perspectiva de confesarle que iban a tener un hijo se le hacía insoportable.

Aquella vez, Bella tenía muy claro que no de­bía hacerse ilusiones, que tenía que enfrentarse a la relación que tenía con Edward tal y como era.

Por eso, todas las mañanas, cuando Edward le daba los buenos días acompañados de unos cuantos be­sos, Bella se recordaba una serie de cosas:

Edward no estaba enamorado de ella. La deseaba y por eso se preocupaba por ella. El hecho de que conversaran durante horas, que fuera tierno y di­vertido con ella era irrelevante. Al fin y al cabo, era un hombre sofisticado y era imposible imaginárselo haciendo que una mujer se aburriera.

No era su mujer de verdad. Se había casado a cambio de dinero. Era la mujer que Edward había comprado, no la mujer que había elegido.

Además, ella jamás cumpliría con el tipo de mujer perfecta que le gustaba a Edward. Lo cierto era que, sin darse cuenta, Edward había ido dándole a en­tender qué tipo de mujer le gustaba.

Le gustaban las mujeres de pelo castaño y pier­nas largas, exactamente igual que su última pareja. También le gustaban las mujeres de buena familia y le parecía que los estudios universitarios eran importantísimos.

Bella no cumplía ni una sola de esas condicio­nes, así que era imposible que la hubiera elegido jamás como esposa.

Teniendo todo eso en cuenta, cuando Edward se enterara de que iba a tener un hijo suyo aquello iba a ser un desastre. Por eso, no se lo quería decir. Por eso había aprovechado aquellos siete días como si fueran los últimos de su vida.

Sin embargo, había llegado el momento de con­tarle la verdad.

Bella se puso unos pantalones de seda azules con un top de encaje a juego. Aquel color, le quedaba bien.

La mesa estaba dispuesta en la terraza para cenar. Habían colgado farolillos en las ramas de la higuera y la luz de las velas se reflejaba en la cristalería.

edward solía ir a aquella casa un par de veces al año porque tenía muchas casas por el mundo y no le daba tiempo de ir a todas muy a menudo.

No le gustaban los hoteles e incluso allí, en un apartado rincón del planeta, Edward tenía contratado a un cocinero fabuloso que los deleitaba con sus maravillosas comidas.

Aquel hombre lo tenía todo siempre bajo con­trol, pero, ¿cómo reaccionaría cuando Bella le di­jera lo que le tenía que decir? Aquella situación no la iba a poder controlar.

-Date la vuelta -le dijo Edward al salir a la terraza.

Bella obedeció.

-Estás impresionante... podría comerte aquí mismo -confesó Edward excitándola- Vas a tener suerte si logro controlarme hasta que terminemos de cenar.

Bella se mojó los labios y bebió agua.

-Una vaca lechera, ¿eh? -bromeó Edward-. A mí no me lo pareces.

Bella se sonrojó y sintió deseos de abrazarlo y de decirle lo feliz que había sido durante aquellos días.

-Estás muy rara últimamente -añadió Edward.

-Eh... yo... -dijo Bella desconcertada.

-De repente sonríes y al minuto siguiente te en­fadas -le explicó Edward-. Tú no eres así, así que su­pongo que es el síndrome premenstrual.

Bella tuvo que hacer un esfuerzo para no po­nerse a llorar.

-Te tengo que decir una cosa -anunció.